Es por muchos considerado el director de orquesta más relevante del mundo en la actualidad. Y como Messi y Leloir, también es argentino.
¿Qué decir de él que no se hay dicho ya? Triplemente grande: a su encumbrada carrera de director de orquesta lo acompaña una magnífica trayectoria de pianista intérprete que nada tiene que envidiarle a los solistas de mayor reconocimiento mundial y, como si esto fuera, poco usa su pluma y acción alentando la paz en el conflicto de Medio Oriente.
A tamaña magnitud de logros, suelen acompañar críticas celosas, muchas veces resentidas. Frecuentando el ámbito artístico, es moneda corriente -de tanto en tanto- oír "palos" a Daniel. Motivo por lo cual uno debe tamizar las opiniones adversas sobre ese ambiguo paño y, en lo posible, dejarlas pasar. Sin embargo, lo que describiré a continuación no es un chisme, no es una interpretación, ni tampoco una suposición.
El viernes pasado fui al concierto de piano, violín y cello encabezado por Daniel Barenboim en el Teatro Colón, pero hubo otro espectáculo que interrumpía mi atención.
Aquella otra obra giraba en torno a un joven de tez morena y rulos, asignado a correr las páginas del pianista mientras éste, hastiado, enojado, desgranaba la despiadada partitura en sus dedos avezados. A diferencia de una obra de dramaturgia, la introducción, el nudo y el desenlace mantenían el mismo pobre argumento aunque no por ello menos cautivante. Los intermitentes gestos de molestia por parte del consagrado pianista hacían que uno se mantuviera expectante ignorando en qué podría terminar.
El momento más álgido fue cuando, terminada la primera, parte se dio vuelta para increpar al joven (no alcancé e escuchar bien qué le dijo, creo que fue más un ladrido que otra cosa) para luego volver con su repertorio de molestias durante toda la segunda parte. Había que observar el lenguaje corporal del muchacho para percibir la máxima tensión con que transitaba la situación, pendiente de cada hoja como si le fuera la vida en ello, rogándole al Dios viento que no entornara las páginas para no seguir incrementando el preocupante malestar del Gran Maestro.
Las piezas fueron ejecutadas con maestría y, nobleza obliga, el concierto fue digno de su brillante fama. Pero el espectáculo paralelo conseguía que por momentos uno estuviera más atento a esa fricción grotesca que a la melodía beethoveniana. Principalmente en quienes más cerca estábamos del escenario para apreciarlo.
Con simpatía, recuerdo el momento en el intervalo cuando el joven hizo rápidamente la señal de la cruz antes de volver a su simple aunque arriesgada misión.
Los tiempos han cambiado. Ciertos modismos que antes hacían a un buen profesor hoy serían motivos para lo echarlo la institución. Aun habiéndose el muchacho equivocado… Mostrarse así de intolerante con un joven indefenso delante a un inmenso y exigente público como el del Teatro Colón, contrasta con quien sistemáticamente propicia la paz mundial.
Otra cosa que me despertó un interrogante fue al momento final de los aplausos, ante un público expectante de un bis, transcurrida la oleada de vítores, Barenboim se acercó al piano pero sólo lo hizo para cerrar la tapa y plegar el atril. ¿Hacía falta?
Hay muchísimas cosas por admirar en el Maestro de los Maestros y, a mi criterio, algunos rasgos, aunque no menos elocuentes, que podría tener a bien mejorar. Una vida dedicada al arte, a la búsqueda constante de excelencia, no es licencia, sino responsabilidad. Aún a los más grandes. Y justamente quizás por ello, son a los que les ponemos el ojo y les exigimos lo que todos como humanos imperfectos deberíamos practicar: zanjar nuestras contradicciones, tender hacia la integridad.