COLUMNISTAS
opinion

Una nación excepcional

20161008_1141_domingo_lincoln-monument1
Lincoln. Procer de un país que no es un actor monolítico. | Cedoc Perfil
Amás de un siglo de que el “coloso del Norte” se consolidara como el poder hegemónico continental, escribir la historia de Estados Unidos desde la América que definimos como “nuestra” significa, necesariamente, hacer la crónica de la que nos es ajena. Quiere decir dar cuenta de realidades profundamente distintas a la nuestra, no obstante estar intensamente imbricadas en ellas. Desde que los de acá eran españoles y los de allá británicos construimos identidades colectivas en oposición a la de esos protestantes rústicos, esclavistas y mataindios. Para las naciones que surgieron del resquebrajamiento de los imperios español y portugués la primera república del continente ha representado un modelo a seguir y un nuevo imperio depredador, apoyo hipócrita de tiranos locales. La economía estadounidense ha sido una fuente de capitales, de lazos comerciales, de oportunidades de negocios y de “modernidad”, y también de dependencia y expoliación. En Iberoamérica a Estados Unidos se le teme como al abusón de la cuadra, se le desprecia por encarnar el materialismo más craso y millones lo imaginan –y muchos lo viven– como la tierra prometida. (...)

La Historia mínima de Estados Unidos de América también tiene que desagregar al que queremos ver como un actor monolítico, coherente e inmutable. Está obligada a marcar sus numerosas y aveces contradictorias transformaciones y dar cuenta de la enorme diversidad –étnica, religiosa, lingüística, cultural– de una sociedad fincada sobre lo que fue tierra de conquista, de colonización y de inmigración. Para un país que estuvo en riesgo de escindirse al mediar el siglo XIX estas páginas también tienen que describir la construcción –y disgregación– de regiones cambiantes, permeables y traslapadas, moldeadas por procesos históricos –léase políticos, demográficos, económicos y culturales– distintos: deben, por lo tanto, dar cuenta de la construcción progresiva de un sistema colonial articulado en torno a espacios diferenciados (la bahía de Chesapeake, el espacio caribeño, Nueva Inglaterra, el sur, el Atlántico medio, el primer Oeste); del surgimiento de conceptos maestros para pensar el territorio como ocupado, vacío o de frontera; de la escisión Norte/Sur, que influyó sobre la política prácticamente desde que se fundó la nación; de la generación de una lógica de expansión territorial pautada y normada por el federalismo; de la consolidación y articulación de las regiones Costa, Golfo, Planicie y Montaña o Este, Sur, Medio Oeste, Oeste y Pacífico.

El relato tiene que ponderar cómo tanto las particularidades de Estados Unidos como el desarrollo de una historia más amplia dieron forma a su experiencia. Procurará, entonces, por un lado, recuperar la forma en la que se desarrollaron procesos históricos transnacionales y compartidos: el establecimiento del sistema imperial atlántico a partir del siglo XVI y su destrucción durante la “era de las revoluciones”; la consolidación, durante la segunda mitad de este siglo, del Estado-nación centralizado, por encima de las autonomías locales y regionales que desde las independencias habían dominado el escenario político en gran parte del continente; la industrialización que, si bien siguió las pautas de transformaciones tecnológicas y de un capitalismo que no encajonaban las fronteras, se desarrolló sobre un escenario privilegiado, dotado de una vigorosa economía comercial, un territorio rico en materias primas y un dinamismo demográfico sin parangón.

Por otro lado, esta crónica también tiene que dar cuenta de aquellos procesos que han llevado a propios y extraños a pensar que Estados Unidos es, a un tiempo, una nación excepcional y el esbozo del futuro de la humanidad, “universal e irresistible”, como lo describiría uno de sus más lúcidos observadores, el francés Alexis de Tocqueville. Por eso prestará particular atención al desarrollo del primer experimento democrático moderno: la construcción de un orden político republicano, representativo, constitucional y federal que, a lo largo de más de 225 años, ha logrado, las más de las veces, digerir y desactivar presiones, tensiones y conflictos gracias a un poderoso imaginario nacionalista, a través de mecanismos de inclusión y exclusión –en los que las construcciones de género, pero sobre todo de raza, desempeñaron un papel destacado–, del juego de equilibrios implícito en el bipartidismo y de los “frenos y contrapesos” que supusieron la división de poderes, el antagonismo entre autoridades federales, estatales y locales y el recurso al Poder Judicial como árbitro de una amplísima gama de conflictos.

El texto se detendrá también en la intersección entre la historia política y la social para describir algunos rasgos distintivos, perdurables e influyentes de la sociedad estadounidense: la constitución de una esfera pública excepcionalmente vibrante, multifacética y participativa pero no particularmente heterodoxa o contestataria, pues, como subrayara el mismo Tocqueville, al conferir a la mayoría “la autoridad tanto física como moral” ésta terminaba coartando “la  independencia de pensamiento y la verdadera libertad de discusión”.
Uno de los pilares de esta esfera pública ha sido el vigoroso asociacionismo de los estadounidenses, quienes, a pesar de su cacareado individualismo, “están siempre formando asociaciones […] religiosas, morales, serias, triviales, muy generales y muy limitadas, inmensamente grandes y diminutas”. Esta sociedad, dispersa, abigarrada y conflictiva pero organizada, es el actor central de la historia que se va a contar.

*Autora de Historia mínima de los Estados Unidos, Turner Libros.