COLUMNISTAS

Una pequeña venganza

Entre 1929 y 1948, Ludwig Wittgenstein anotó reflexiones, comentarios, fragmentos e ideas para investigaciones futuras en unos pedazos de papel.

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Entre 1929 y 1948, Ludwig Wittgenstein anotó reflexiones, comentarios, fragmentos e ideas para investigaciones futuras en unos pedazos de papel. Los fue guardando en una caja a la que le puso una etiqueta que decía zettel, cuyo significado es –como no podría ser de otro modo en un pensador obsesionado por la precisión del lenguaje– ficha. Tras su muerte en 1951, sus discípulos H. von Wright y Elizabeth Anscombe los numeraron del 1 al 717 y los publicaron en una edición bilingüe a la que titularon –como corresponde a los discípulos de un pensador tan obsesivo– Zettel. En 1982, la UNAM terminó de imprimir en México otra versión bilingüe (pero alemán-español) que se llamó también Zettel. Poco más tarde compré el libro y me pareció notablemente árido. Wittgenstein intenta allí entender mediante ejemplos las relaciones entre realidad, pensamiento y lenguaje. Su esfuerzo despierta admiración, hasta deslumbra en algún pasaje, pero en general desalienta: es como si el puente que nos conecta con su visión estuviera obstruido durante la mayor parte del día.

Años más tarde, en 2009, aparece en Buenos Aires otro libro llamado Zettel. También es un libro póstumo aunque su autor, Héctor Libertella, pensó en publicarlo en vida. Compuesto también por fragmentos, numerados esta vez entre el 1 y el 95, es bastante distinto de aspecto. El libro de Wittgenstein es más bien cuadrado, mientras que el de Libertella es mucho más alto que ancho (los libros de Letranómada son objetos atractivos, pero incómodos para guardar). Ambos tienen tapa verde.

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En 1968, Libertella publicó su primera novela, El camino de los hiperbóreos, que ganó un premio importante. Tenía entonces 23 años y era un escritor precoz. Yo tenía 17 y ya era un lector atrasado: entendí muy poco y llegar al final me costó un enorme sacrificio. Algo semejante me ocurrió con casi todos los libros posteriores del autor (Zettel incluido) que con el tiempo devino en uno de los personajes más respetados y queridos de las letras nacionales. Siempre me pareció, como en el caso de Wittgenstein, que en la obra de Libertella había algo maravilloso y que se me escapaba. Pero a diferencia de Wittgenstein, que creía en la claridad y en la democracia del pensamiento filosófico, Libertella fue un cultor del hermetismo y del sentimiento aristocrático en la literatura, modalidades muy crueles para quien no participa de los círculos correspondientes. Será por eso que sentí una pequeña sensación de venganza cuando en el postfacio de su Zettel, Libertella cuenta que, como coordinador editorial de la UNAM, fue el responsable material del libro de Wittgenstein y que trajo a la Argentina un ejemplar que durante mucho tiempo creyó único en el país hasta que “en un día muy gris” se lastimó su orgullo de bibliómano al enterarse de que se habían vendido algunos ejemplares en la librería Gandhi. La presencia de uno de esos ejemplares en mi biblioteca me proporcionó ese momento de mezquina satisfacción.

El otro día, Daniel Guebel me contó que a los dieciocho años había concurrido al taller de Roger Pla. Quedé sorprendido, porque pensaba que los escritores de su generación no hacían esas cosas. Entonces Guebel aclaró que no fue para aprender a escribir sino para empaparse de amor por la literatura. Allí comprendí una gran verdad oculta de la que el caso Libertella forma parte: no hay pertenencia ni pertinencia literarias sin contacto oral, sin esa dimensión esencial que excede la letra impresa. Y allí lamenté no haber coincidido con Libertella en el café Varela Varelita, donde dicen que el escritor, editor, crítico y teórico predicó durante años la vanguardia, acaso como lo hacía Wittgensten con sus discípulos. Pero si como lector siempre estuve atrasado, como tomador de café no me fue mucho mejor. Las veces que entré al Varela Varelita sólo reconocí al Chacho Alvarez.