Cuando Di María sacó a relucir una de las joyas exhibidas ante Brasil, se terminó Nigeria.
El pase magnífico de Messi, la definición maradoniana del rosarino y la certeza de que nadie podría cambiar el resultado convirtieron a ese octavo minuto del segundo tiempo en el instante definitivo del torneo. Aunque hubo que sudar bastante todavía, más por el calor sofocante de Beijing que por Nigeria, los muchachos del Checho deben haber entendido en el preciso instante del gol, que la maravillosa generación que integran volvía a bañarse en el oro de los Juegos Olímpìcos.
La firmeza defensiva que afloró en la noche fantástica del choque con los brasileños se mantuvo frente a los africanos, como el atributo a partir del cual los magníficos Gago, Messi y Di María construyeron una victoria, si no deslumbrante, indiscutible. La superación de Pareja, Garay y Monzón resultó clave para que todo el seleccionado argentino llegara a la esperada constatación de su favoritismo sin los sobresaltos del partido con Holanda.Un alivio inmenso produjo la jugada decisiva del partido. Se unieron el genio del mejor jugador del torneo y la aparición más sobresaliente de los albicelestes para urdir una jugada perfectamente “argentina” que minimizó el relativo peligro que, más allá de Nigeria, significaba el empate empecinado del primer tiempo. Desde ese momento, el único reproche posible sería que los aficionados se quedaron esperando más, en el instante en el que el golazo abría el camino a un triunfo seguro. Pero como un dandy que reserva su smoking para las ocasiones especiales y se pone algo sencillo para los acontecimientos más rutinarios, la Selección de Batista invirtió demasiado virtuosismo la jornada glamorosa de la paliza a los brasileños y sólo fue eficaz y cumplidora la noche de la final.
Por otra parte, es posible que Nigeria fuese un escollo más empinado que Brasil. Al no tener que sobrellevar a Ronaldinho, puede decirse que al menos jugó con once.
Y son unos leones y saben jugar los africanos, ya lo sabe de memoria la Argentina. Si adolecieron de precisión fue porque a veces la presión, en otras el anticipo, trituraron aquel poderío de la función de gala que también ellos se habían ofrecido en la semifinal con los belgas.
No es un mérito ante el cual se pueda ser indiferente: en los dos partidos decisivos, los olímpicos del Checho fueron un verdadero equipo. Por eso se salió a flote con más holgura de lo que señala el resultado. Sin que Messi jugara diez puntos, disimulando la tarea menos brillante de Mascherano, sin empinarse Riquelme a la cima de su talento. Ante Brasil y Nigeria se inclinaron las individualidades para que aflorara la certeza de que “hay equipo”.
Desde el comienzo del partido, por más que Messi fuese vigilado con un empeño intransigente de sus marcadores y rebotaran muchas de sus jugadas, la postura del equipo era la de quienes están convencidos de sus fuerzas. No se registraron muchas jugadas importantes frente a los arcos, no podría hablarse de un trámite emotivo, es cierto. No obstante, los brillos acaso agotados de la gran semifinal convocaban a un leve desencanto, la Argentina era superior. Encaró el partido administrando sus energías, cumpliendo a la perfección su rol de preferido en los pronósticos, sacando el jab sin lastimar pero avanzando siempre. Enmarañado su rival, lo más claro fue generado siempre por los muchachos del Checho. Había que esperar a que la Argentina se decidiese a sacar su mejor golpe para ganar el combate. Y eso fue lo que sucedió cuando Messi se iluminó como en sus mejores momentos de los Juegos para lanzar a Di María hacia una gloria que no será efímera. Uno de los tantos valores que emigran sin que se los pueda disfrutar en el país, había dejado antes de la partida inevitable un gran paseo por la Bombonera. Y eso había sido todo. Hasta que el Checho lo lanzó a la cancha de los Juegos, y hasta ese instante sublime cuando dibujó la curva más perfecta de su vida con la pelota que lanzó por encima del arquero.
En los cuarenta minutos que faltaban, el equipo se refugió en la austeridad, pero claramente se mostró más cercano a otra conversión. Esporádicamente, los relatores nombraron a Romero, otra feliz aparición, surgieron más reiteradas las menciones de Pareja y Garay y se extrañó lo mejor de Mascherano. Siempre estaba latente, sin embargo, la personalidad de Gago y el lío que Messi y Di María eran capaces de provocarle a la defensa de Nigeria.
Acostumbrados desde hace un tiempo al juego lateral y lento del seleccionado mayor, los olímpicos le entregaron al público argentino una muestra de que es posible jugar con un formato más vertical, menos adormecedor de los adversarios pero también de los espectadores. Un juego más abierto y profundo desde que no sólo Messi se compromete con la verticalidad, sino también el flaco Di María, ese descubrimiento tan oportuno de los Juegos, y la dupla de Mascherano y Gago, tan punzantes en sus pases, permiten ganar 30 metros en la proyección del equipo toda vez que se hacen de la pelota. Basile debería tomar nota y perseverar en el estilo más convincente del Checho.
El balance es positivo; si bien el oro para el fútbol estaba en los cálculos de la mayoría. La nota altísima obtenida ante Brasil y la ratificación de la final contra un rival tan respetable recuperan el crédito internacional de los albicelestes. Con jugadores que aportan al brillo de los campeonatos de varios paises europeos, contando otra vez con el mejor del mundo, la Argentina tiene todo lo necesario para que el baile con el que celebraron la medalla de oro se prolongue en cuanta competencia participen.
La técnica, la mística, el amor incondicional por el seleccionado, la enorme variedad de jugadores y la autoridad que tienen en el mundo, les abren las puertas a todos los sueños.