“Al comienzo de la velada, Fouquet estaba en la cima del mundo. Cuando la fiesta llegó a su fin, había caído en el abismo”
François-Marie Arouet,Voltaire (1694-1778)
Desde aquel forzado y teatral no de Eva Perón en 1951, hasta este novedoso proyecto de enroque de poderes de un costado al otro de la cama matrimonial, pocos han renunciado a algo en la Argentina. Salvo, claro está, que el paso al costado –espantosa figura que usaré igual en este caso– resulte imprescindible para engordar cuentas corrientes o eludir juicios, cárcel, palos, proyectiles de calibre variado, cosas así. Si bien es cierto que existen personajes como Carlos Bianchi, Juan Román Riquelme, Mario Fendrich o Adelina de Viola –exitosos cada uno en lo suyo–, que disfrutan hoy de un retiro dorado, esos casos son los menos. La mayoría se aleja abrumada por conflictos graves, crisis personales. Gustavo Béliz, por ejemplo, huyó despavorido de un par de ministerios después de un sueño con serpientes, como el de Silvio Rodríguez. El primer Basile tiró la toalla por culpa de la efedrina; Camporita, porque le tocaba al dueño del circo; Ileana Calabró, por la cruel Corte Suprema tinéllica; Alfonsín por la híper; La Volpe, por meter mano y De la Rúa por la fin del mundo. ¿Más renunciamientos? El de Marcelo Bielsa, que saludó y se fue cuando se quedó sin batería; Chacho Alvarez, angustiado después de descubrir la pólvora en el Senado; Cóppola, señalado por la maldición de Dalma y Giannina; Alan Schlenker, en retirada por confrontar con Rousseau (que no Voltaire); la mamá de Riquelme y su niño, melancolizados por la incomprensión del mundo y el dúo Felisa & Wilson, condenados por un olvido, o dos. El que todavía no sabe bien qué hacer es el pobre López Murphy. Menos Passarella, si llega a diciembre sin un título que mostrar.
Bien, sumerjámonos ahora en el misterioso caso de dos renuncias recientes e inesperadas, sobre todo tratándose de técnicos de fútbol con campañas aceptables, sin soga al cuello. Uno, Ricardo Caruso Lombardi, histriónico, mediático, por fin instalado en Primera después de años de comparsa, recomendado por el mismísimo Maradona. El otro, Antonio Mohamed, querido por un público que se conmovió con su drama personal –la muerte de uno de sus hijos durante el último Mundial–, respetado por la crítica e idolatrado en su club: la noticia de su portazo desató un mini 17 de octubre en Parque Patricios. A ver, ¿qué ocultas razones han convertido a estos bien remunerados hombres-fusible en abandonadores compulsivos? ¿Qué extrañas cosas suceden en Argentinos Juniors y Huracán, válgame Dios, que sus conductores tácticos desdeñan honores y premios dobles sin siquiera asegurarse un lugarcito en el programa de Niembro? ¿Son esos infiernos privados, más intolerables que los habitados por sus colegas? ¿Desde cuándo los principios son tan innegociables en este laxo, grisáceo y berretizado ambiente futbolero? ¿Algo está cambiando? ¿Tendrá razón Lilita Carrió?
Caruso Lombardi es un tipo entrador, simpático, que salvó a su equipo de la Promoción y se animó a armar un plantel nuevo con jugadores del ascenso. Tocó el cielo cuando le ganó a Boca hace unas fechas. Luego se cayó, literalmente, después de la feroz paliza que un par de desconocidos le propinó en una estación de servicio, por razones medio inexplicables. Caruso no cantó más desde aquella infausta tarde. Por alguna razón se deprimió y abandonó su proyecto, ahora en manos de Pipo Gorosito, su opuesto, otro audaz dispuesto a todo con tal de volver a un banco de Primera. Raro, todo.
Mohamed es recordado por haber puesto de moda en los ‘90 el uso y abuso de tinturas, hacerse colitas en el pelo y usar calzas de colores; por sus ocurrencias desopilantes –alguna vez confesó en el viejo El Gráfico cuando pintaba para crack: “Tengo menos lectura que Stevie Wonder”– y por un gol que, cuenta la leyenda, no le quiso hacer a Huracán jugando para Boca. Volvió de México y ascendió. Se fue –dijo– harto de las internas políticas. Si esto es del todo cierto, bueno... estamos frente a un exotismo, un inusual caso de fatiga moral en suelo patrio. Increíble. El Turquito fue acusado –dijeron– de ir “prendido” con grupos empresarios en la venta de jugadores, pero hoy todos lo niegan y ruegan por su imposible regreso. Su inmolación pública logró, por un instante y ante las cámaras, un discurso único en el club, tan conmovedor como inverosímil. Durará lo que un suspiro. En voz baja, la mayoría admite que el fútbol está fatalmente infectado de negociados, coimas, técnicos con tarifa y dirigentes a porcentaje. Es así. Unos y otros saben todo de todos, pero siempre allá, al lado, en otro barrio, lejos. Ellos, jamás.
¿Hubiésemos sido testigos de este peculiar psicodrama si uno u otro técnico perdía tres partidos seguidos? Permítanme adivinar lo obvio: no. Never. En esos casos el discurso es: “Fulanito, si querés al club andáte”. Chau. No hay espacio para una ética en escenarios de derrota. En estas pampas caníbales se perdona todo menos la pérdida del poder. ¿Ejemplos? La goleada en Tucumán contra nadie, Suecia-Binner borrando al otro Bielsa y el botonazo de muestra en Córdoba, nada menos, un equipo grande al borde del abismo por culpa de un puntito de morondanga.
Y así estamos compatriotas, aquí, allá y en todas partes, buscando técnico, otra vez.