El hábito de leer el diario en bares me entusiasma, en principio, por el puro gusto de sentirme o saberme anacrónico: casi un personaje de un libro de Alejandro García Schnetzer. Pero también me place participar de un rito que, cuando se trata del diario que ofrecen ahí en el bar, se resuelve como práctica colectiva. El diario va pasando de mano en mano, de mesa en mesa, de lector en lector (nunca falta el que, egoísta, interrumpe la fluidez del circuito y retiene el diario como si fuera suyo, se lo apropia por más de una hora, hasta se pone a hablar por teléfono con un codo clavado en los textos que otros están esperando).
Quien se arrima a una mesa ajena a solicitar el diario que ya ha sido dejado de lado suele hacerlo con las frases más previsibles: “¿Ya lo terminó?”, o: “¿Ya lo leyó?”. No obstante, me ha pasado varias veces que quien acude hasta donde estoy para pedir la cesión del diario me consulta así: “¿Ya lo usó?”. No pregunta si ya lo leí, pregunta si ya lo usé.
Al principio lo tomé a mal, me pareció que se trataba de una especie de sutil resistencia a la lectura (a la palabra, y por lo tanto al acto), o en todo caso de la confesión que desliza el que se dispone a mirar el diario, a hojearlo o a ojearlo, pero no a leerlo. Después (es decir, ahora), logré comprender que no: que en la fórmula no hay ninguna oposición excluyente entre usar y leer, sino al revés, hay una luminosa superposición según la cual se presume que leer es usar, que la lectura implica un uso.
Pienso inmediatamente en David Viñas, que en el café de la Librería Losada leía el diario subrayándolo, anotándolo. Leer a secas supondría meramente enterarse, informarse, completar una comunicación. Leer el diario usándolo implica, en cambio, convertirlo en un instrumento (incluso en un instrumento que sirva para deshacer sus posturas). Pienso también en Bertolt Brecht, y en Walter Benjamin retomando a Bertolt Brecht, sus utopías de un tipo de lector de prensa que supiese hacer de la verdad una herramienta.
Ya no puedo, en el café, recibir o ceder el diario sin preguntarme cómo han de usarlo los otros. Sobre todo cuando me llega con alguna salpicadura o con migas apretadas entre las hojas: pruebas materiales del diario usado. ¿Qué leyeron, qué pensaron, en qué se detuvieron, en qué partes fueron crédulos, en qué partes recelaron? Para saberlo debería, sencillamente, trabar una conversación de circunstancia con alguno de esos otros habitués. Me lo impide, más que nada, mi timidez. Pero también la verificación de que, al menos en los bares que frecuento, no abundan las barras de amigos como en el cafetín de Discépolo, ni tampoco las mesas de galanes como en el libro de Fontanarrosa; abunda más bien la gente sola, callada, abstraída, retraída; gente que si quisiera ponerse a hablar se habría quedado en su casa. Al bar han venido, como yo, para estar un poco en paz.