Hace algunas semanas, Babelia, el suplemento cultural de El País de Madrid, festejó sus mil ediciones (“Mil semanas de cultura”) con un número autocelebratorio, pero que escondía, aquí y allá, múltiples indicios que permiten reflexionar sobre el estado del periodismo, la cultura, e incluso la literatura. Pienso en una interesante doble página, en la que “responsables de 16 sellos editoriales eligen una obra que ha marcado su trayectoria personal o las de sus empresas”. Es una frase clave: no se los convoca en tanto editores, sino como “responsables de sellos editoriales”, es decir, en su carácter, casi, de gerentes, de CEOs de alguna empresa editorial, en la que es casi imposible diferenciar su “trayectoria personal o las de sus empresas”. No obstante, o mejor dicho, gracias a esa situación, el resultado es muy interesante. Por razones de conflictos de intereses (dos de esos 16 han sido editores de libros míos) prefiero no emitir juicios de valor. Sólo indico que entre los textos que justifican cada elección hay varios imperdibles (ya sea, según el caso, por su aspecto polémico, su agudeza, su valor testimonial, o por rozar el ridículo).
El suplemento presenta además una serie de listas confeccionadas por sus colaboradores habituales, señalando las obras fundamentales (libros, películas, discos) de estos veinte años. Especialmente destacada es la elección que hace Angel Rupérez en el rubro “Poesía en otros idiomas”: selecciona veinte poetas muertos (Obra completas de Georg Trakl; Las auroras del otoño, de Walace Stevens; Cuadernos de Voronezh, de Osip Mandelshtam, etc.). Hay en ese anacronismo un cierto gesto provocador que, más allá de la opinión personal de cada uno (probablemente yo hubiera elegido veinte contemporáneos), no deja de ser saludable. Es que en la elección de Rupérez hay una voz propia. Que sea conservadora (o tal vez irónica) ya es un rasgo destacable: el problema de la crítica hoy es la ausencia total de un punto de vista propio. El periodismo cultural actual (con su vocación absurda por convertir a los suplementos culturales –el espacio natural de la crítica– en revistas culturales de entretenimiento levemente sofisticado) remite cada vez más a un tipo de escritura homogénea, intercambiable: de un crítico a otro, de un diario a otro, cada vez es más difícil encontrar diferencias.
Pero si hay algo destacado en el feliz cumpleaños de Babelia, no es una firma, ni tampoco una elección, ni mucho menos un artículo. Es una clasificación. Una rúbrica. O mejor dicho: una decisión editorial. Desde las tipologías de Max Weber, hasta la demasiado célebre enciclopedia china de Borges sobre la que reparó Foucault, sabemos que en todo orden clasificatorio se oculta una operación ideológica. Pues, los críticos invitados por Babelia ordenan sus preferencias en ítems previsibles, como “Novela y diarios en español”, “Narrativa en otros idiomas”, o “Novela gráfica y cómic”. Pero, entre medio, aparece la rúbrica: “Narrativa popular y comercial”. ¿Es lo mismo popular que comercial? ¿Pertenecen al mismo orden clasificatorio? ¿No hay una tensión –irresuelta, violenta– entre lo popular, lo que surge de un modo instituyente, espontáneo, informe, lo que remite a luchas emancipatorias (políticas y económicas), al puro gasto libidinal; y lo comercial, lo que hace a la táctica del marketing, a la cosificación, a la rentabilidad inmediata? En todos los aspectos de la vida, es cada vez más difícil discernir si todavía existe lo popular, o si ya sido arrasado por lo mediático (¿Tinelli es popular o mediático?). Pero sabemos en cambio que es necesario profundizar esa tensión, hasta volverla insoportable. La indistinción entre lo popular y lo comercial es parte de la ruina de nuestros días.