Pequeños trabajos domésticos en el hogar obligaron a que tuviera que cambiar algunos libros de lugar. Una pequeña mudanza transitoria de una parte de la biblioteca. Es una buena oportunidad, pensé, para poner los libros en orden, sin darme cuenta de que en realidad los libros ya estaban en orden; estaban amparados por el orden del azar, con sus líneas de continuidad, sus amistades electivas y sus enconos manifiestos. En mi biblioteca, por ejemplo, la poesía ocupa los primeros estantes, que llegan a la altura de la cintura. Nunca reparé en ese detalle, hasta que un día vino a casa un amigo poeta, célebre por su humor sibilino, y dio una explicación de la cuestión de los estantes bajos: “Es que la poesía es algo tan elevado, tan celestial, que para acceder a ella hay que arrodillarse”.
Entretanto, mientras intentaba vanamente acomodar los libros en otro orden, me di cuenta de que, de manera extraña, había tres novelas contiguas. Digo extraño, porque en general los autores argentinos están en un sector y los extranjeros en otro; pero en este caso, seguramente por error, convivían juntos desde hacía al menos un año (eso lo sé, porque una de las novelas tiene pie de imprenta en agosto de 2005). Precisamente la de 2005 es De amor y hambre, novela de un autor inglés de los 40, llamado Julian Maclaren-Ross, traducida por Ernesto Montequín y publicada por la editorial Sudamericana. Otra novela es Carrera y Fracassi, de Daniel Guebel, en su edición española, en la editorial Caballo de Troya/Mondadori, de 2004 (meses después Sudamericana publicó una edición argentina del libro). La tercera es El volante, de César Aira, publicada por Beatriz Viterbo en 1992.
De amor y hambre cuenta la historia de un tal Richard Fanshawe, quien, vuelto a Inglaterra de una estadía en la India, y mientras intenta escribir una novela y le ocurren varios accidentes sentimentales, trabaja de vendedor de aspiradoras puerta a puerta. Narrada con el clásico, cristalino y zumbón estilo inglés, la novela es una pequeña obra perfecta, que hubiera merecido más atención (teniendo en cuenta, además, que es la primera traducción al español de Maclaren-Ross).
La novela de Guebel, cargada de ironía, cuenta la historia de dos personajes (Julio César Carrera y Carlos “Cacho” Fracassi) que se dedican a la venta domiciliaria de artefactos electrodomésticos (de hecho, Carrera conoció a la que sería su esposa en una demostración acerca de las ventajas de comprar en doce cuotas una multiprocesadora) con el telón de fondo de la picaresca de la crisis argentina.
El volante es una de las primeras novelas que Aira publicó en la editorial Beatriz Viterbo, casa en la que hasta la fecha publicó, si no me equivoco, diecisiete libros. El relato narra la historia de Norma Traversini, quien acaba de inaugurar un taller de expresión actoral en el barrio de Flores. Para dar a conocer su emprendimiento, decide escribir un volante para pasar por debajo de las puertas de los vecinos del barrio; volante que, ganado por la neurosis, se extiende durante 95 páginas, la misma cantidad de páginas que ocupa la novela.
Mientras ordenaba esos libros (separándolos, claro), me di cuenta de dos cosas: una, que son tres novelas sociológicamente envejecidas o, a la inversa, que funcionan como documento de época. Describen el tiempo en que la gente todavía abría las puertas de su casa para recibir a un vendedor o para dejar tirar un volante, los años en que las puertas de los edificios no estaban siempre cerradas con llave, la época en que buena parte de la sociedad todavía no deambulaba con velas por la Plaza de Mayo pidiendo más Policía.
Pero, segundo, y sobre todo, es que en la figura del vendedor ambulante se esconde una formidable alegoría de la literatura. Porque, ¿qué es finalmente la literatura cuando es radical? Un timbre que suena y al que nadie contesta, un mensaje imposible de leer, una forma irónica de la deriva, una marcha incierta hacia ninguna parte, de cuadra en cuadra, de olvido en olvido.