Viví un tiempito en un estado de EE.UU., en Colorado, que no es colorado sino verde. En Colorado no llueve nunca pero en invierno nieva que es un contento, mejor dicho una desgracia, y las carreteras se tapizan de hielo y todo es blanco. Pero los yanquis, ya se sabe, sienten que tienen enfrente “un desafío”, sacan pecho y le meten para adelante. A veces para cosas siniestras, a veces para cosas que rozan la maravilla como es ésta de regar todo un estado que de chico no tiene nada, con enormes ruedas y enormes palas y enormes motores. Entonces a los lados de las carreteras crecen el trigo y el girasol y el lino y las máquinas perforadoras que buscan petróleo y parecen hormigas gigantes y los barrios cerrados y qué sé yo qué más. Una belleza.
Y pensando en el verde Colorado se me ocurrió que mi temporada allí había sido en realidad más dorada que de otro color. Dorada y púrpura porque llegaba el otoño y los ríos (digresión: los riachos que ellos llaman ríos con cierta exageración; ríos son los nuestros, boys, ríos son el Paraná, el Plata, el Amazonas, el Arauca, el Orinoco, y lo demás verdurita), los ríos, decía, venían bajando de los Flatirons con muchísimo apuro haciendo un ruido engañoso como esos cuzcos que trabajan de perros bravos. Y púrpura por la misma razón, porque llegaba el otoño y las flores languidecían, cosa que a nadie parecía preocuparle, y colgaban de enrejados y de ramitas que se iban quedando peladas.
Es que todo tiene su color así como todo tiene su lugar. De lugares no hablaremos porque últimamente me ha dado por ahí y he descubierto (en los libros; no se crea que he andado por el Tíbet o la Polinesia) algunos totalmente imposibles pero que sin embargo existen. “Andá. No puede ser”, dice una. Pero es. De colores sí se puede hablar porque hay menos margen para la discusión te-creo, no-te-creo. En aquellos tiempos escribía algunos artículos para un prestigioso matutino de esta Augusta y Fiel Villa de Nuestra Señora del Rosario, y uno de ellos se titulaba “Verde Colorado”. Este también. Quizá porque el fin de año me ha puesto nostalgiosa.
Mis tías no decían “colorado” y tampoco nunca jamás “rojo”. Decían “punzó”.