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Viagra

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¿Se equivocan, por apresurados y torpes, o lo hacen deliberadamente? Alcanza ya ribetes llamativos la decisión del Gobierno de “cruzar” sin dilaciones ni miramientos a quienes ellos retratan como enemigos. El furor de las llamadas redes sociales les ha venido como anillo al dedo y han encontrado en esta herramienta el instrumento soñado. Disponen ahora de un medio barato, rápido y políticamente impune y lo usan sin mayores escrúpulos.

Enemigos jurados de las conferencias de prensa en las que deben vérselas en serio con el periodismo y, sobre todo con las temidas repreguntas, aman lo que definen como comunicación directa, sin “intermediarios” ni instituciones que molesten. Pero al atrincherarse en Twitter para fustigar, descalificar e incluso injuriar a medios y a comunicadores, el Gobierno se está metiendo ahora ambos pies (¿o los cuatro pies?) en la boca.

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Una mención necesariamente autorreferencial ejemplifica esta situación y la patentiza. El 3 de agosto pasado me vi obligado a zambullirme en la red Twitter cuando me notifiqué de que un impostor había comenzado a emitir disparos de 140 caracteres en mi nombre. A esta altura, no era eso lo que en verdad me fastidiaba. Ese día tuve que estrenar mi @peliaschev en Twitter porque nada menos que el ministro de Relaciones Exteriores, Comercio Internacional y Culto de la Argentina se había enzarzado con un tal “Pepe Eliaschev” que, casualmente, no era yo, y al que le prodigaba airados epítetos.

Semejante disparate de subdesarrollo mental me parecía apenas pintoresco en su triste y aldeano significado. Junto a varios colegas, nos preguntábamos cómo es posible que un alto servidor del Poder Ejecutivo, 1º) tenga tiempo para polemizar con periodistas por Twitter, y 2º) que una Cancillería no disponga de métodos de identificación y acreditación de identidades, antes de intervenir públicamente en debates. Si bien horas más tarde, el propio ministro (que nunca se rectificó de aquella aparente incontinencia digital) se definiría como un barrabrava, seguí pensando que ese solo dato ratificaba a la Argentina como un país penosamente puesto a la cabeza del ranking regional de bochornos.

Pero ahora le pasó a Alfredo Leuco, a quien Aníbal Fernández zamarreó en aparente respuesta a lo que no era sino otro impostor. El jefe de Gabinete de Ministros, una persona que supuestamente vive de su sueldo de funcionario, se pasa horas enteras de su vida hablando desde sus oficinas en el Gobierno con las radios, escribiendo correos electrónicos y mensajes de texto y descerrajando twitts. Un par de veces me escribió correos personales a la radio, en los que me recordaba con minuciosa y burocrática servicialidad, mi trayectoria profesional y mis posicionamientos políticos de las últimas décadas. Recuerdo que entonces murmuré: “Este pidió mi legajo”.

Lo cierto es que ahora, para no ser menos que el ministro de Relaciones Exteriores, el jefe Fernández se abalanzó contra un Leuco “twitterísticamente” inexistente. Así me cayó la ficha y desaparecieron todas mis dudas. No son meros episodios de torpeza, folclóricas exhibiciones de nuevorriquismo pajuerano ni demostraciones de aptitud tecnológica, como si el acceso a las redes sociales les funcionara como un milagroso viagra comunicacional. Son otra cosa.

Al construir identidades falsas, las usinas oficiales (nutridas de funcionarios pagos, pero también de fanáticos amateurs), configuran un escenario virtual perfecto. Cuando Timerman se pelea con un Eliaschev inventado por él y Fernández se ofusca con un Leuco engendrado por su propia tropa, consiguen reeditar un viejo sueño totalitario.

El georgiano Stalin, por ejemplo, vivió y murió antes de la era de Internet, pero debe envidiar a sus émulos criollos desde su cadáver embalsamado. El sátrapa soviético era un campeón imbatible a la hora de inventar enemigos. Primero, el aparato comunista desacreditaba a los chivos emisarios con la espesa retórica de la propaganda oficial. Después iban por ellos. Pequeñoburgueses, aliados objetivos del imperialismo, sionistas enemigos del socialismo real, revisionistas socialdemócratas, toda la inmunda retórica del bolchevismo de aquella época (¿pretérita?) parte de la misma y pétrea base conceptual.

El enemigo, satanizado, es reinventado a paladar del poder. Se le hacen decir cosas y se le atribuyen hechos a partir de los cuales se encaran contraofensivas puntuales. Es directamente un robo de identidad, penosamente convalidado a veces por unos medios a los que nada les gusta más que el escándalo permanente, a como dé lugar.

En lugar de robarse gente, ahora saquean personalidades. Lo intentan al menos, pero al interlocutar con fantasmagorías, los funcionarios no sólo revelan una imponente irresponsabilidad civil, algo de por sí muy grave. Lo que hacen, o al menos procuran, es esmerilar reputaciones, difuminar perfiles, desacreditar trayectorias.

Atragantados por lo que el fino periodista español Javier Cercas califica, de cara a su país, de “devastadora vocación de poder”, los inventores nativos de las falsas identidades digitales son meros apropiadores, vulgares secuestradores, piratas menores. Con el añadido de un dato aterrador que resignifica todo el asunto: los nuevos depredadores, así como los operadores del agit-prop kirchnerista en los medios oficiales y cripto-gubernamentales, son abiertamente endosados por el Gobierno, o cínicamente legitimados.

En diversas comunidades con similares intereses temáticos, el auge de las redes sociales muestra un virulento (y aparente) deseo de participación. Las empresas privadas y las reparticiones públicas hoy confrontan contingentes humanos armados de herramientas poderosas.

Usadas con frío oportunismo por una pedestre razón de Estado, en un país de indigencia ciudadana como la Argentina, estos nuevos instrumentos pivotean sobre lo peor. Mentiras, sarcasmos, injurias, deformaciones y descalificaciones proliferan y se potencian. Ahora, se añade el robo de identidad, una irresponsabilidad siniestra.

 (*) En Twitter: @peliaschev