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Viajes alrededor de la mesa

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Me gustan los cafés. Suelo decir medio en broma medio en serio que yo soy una mina de cafés. Lo soy, y mis amigas también, de modo que no tengo problemas en encontrar compañía para ir al café. A un café que preferimos o a cualquier otro si nos encontramos en la calle y hay uno cerca. Que por supuesto lo hay. Rosario está llena de cafés. Tengo entendido que en la vecina localidad de Buenos Aires también hay muchísimos cafés. Cuando yo era más joven (bastante más joven) de lo que soy ahora, estaba muy mal visto que una niña y poco tiempo después una señorita entrara a un café, en compañía y ¡horror! mucho menos sola. Eso jamás. Lo que podía hacerse como compensación era ir a una confitería… y en grupo de varias, no fuera que alguien pensara mal. Ahora que lo recuerdo, mucha gente pensaba mal; quiero decir que era como un deporte un poco vergonzante pero no mucho, y muy satisfactorio, del que salían los chismes que eran sabrosos, jugosos y mal cocinados, qué pena. Pero digo: me encanta ir al café, con las amigas o no, y no digo con mis hijos o mis nietos, el colmo de la dicha. Me encanta. Sí, claro, yo sé lo que usted me va a decir: hay cafés y cafés, y estoy de acuerdo con eso. Están los finolis que no son muy interesantes. De esos voy a dos y tan a menudo que ya no tengo que decir lo que quiero porque el mozo aparece con el cafecito cargado y el vaso grande de soda en cuanto me ve entrar. En uno de los finolis. En el otro el mozo también aparece sin preguntar lo que quiero pero no trae el cafecito sino una copa de champagne, sea la hora que sea. Después están los del medio, más de barrio, y ahí como son muchos más los mozos ni bola que me dan cuando entro: vienen nomás y preguntan. En casi todos, salvo en uno de ellos, el café no es ninguna maravilla. Pero lo que una quiere es un poco de conversación y que el mozo se ocupe de nosotras, y leer el diario si es temprano y quedarse un rato más si hace frío. Si viene a Rosario en algún momento, avíseme y nos vamos a uno de mis cafés.