COLUMNISTAS

Víctimas inexorables

No hace mucho se decía que Al Qaeda tal vez no existe, Osama Bin Laden es un invento de la CIA y los atentados del 11 de septiembre de 2001 podrían haber sido perpetrados por el propio gobierno de los Estados Unidos. Nuestra debilitada capacidad de concentración ayuda a que nos olvidemos del terror o, peor aún, que los asuntos más siniestros nos terminen resbalando.

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“Los sionistas no son ni judíos, ni cristianos, ni musulmanes, ni seguidores de ninguna fe monoteísta. Son meros miembros de una banda criminal.”
Majmud Ajmadineyad,  presidente de Irán


No hace mucho se decía que Al Qaeda tal vez no existe, Osama Bin Laden es un invento de la CIA y los atentados del 11 de septiembre de 2001 podrían haber sido perpetrados por el propio gobierno de los Estados Unidos. Nuestra debilitada capacidad de concentración ayuda a que nos olvidemos del terror o, peor aún, que los asuntos más siniestros nos terminen resbalando.
Lo complejo asusta y lo truculento bloquea. Aun cuando la Argentina ha sido escenario de dos magnos ataques terroristas de proyección internacional (marzo de 1992 contra la Embajada de Israel y julio de 1994 contra la AMIA), en este país esta cuestión no le quita el sueño a nadie. Ambos siguen impunes.
Sigue siendo bastante habitual que periodistas normalmente perceptivos y rápidos para evaluar la importancia de otras grandes historias desvaríen con ligereza cuando se trata de identificar esa amenaza poderosa y letal que, por su parte, se sigue consumando de manera ritual, semana a semana.
Lo más notable de esta ceguera autoinducida es que el terror es particularmente devastador, no sólo en las capitales del capitalismo globalizado, sino en pueblos y ciudades de países pobres y, en particular, en el mismo mundo islámico, cuyos valores más ortodoxos los terroristas dicen venerar.
Hace pocas horas volvieron a atacar, sanguinarios y bárbaros como siempre, pero no castigaron Roma, Londres o París, sino Issers, una modesta localidad a 55 km de Argel, la capital de esa nación árabe musulmana. Desde abril de 2007, los criminales que el diario español El País llama “vasallos de Al Qaeda” han perpetrado sólo en Argelia no menos de 194 asesinatos en unos seis ataques. Todos los muertos eran árabes argelinos que, presumiblemente, rendían culto al islam.
Este es el nudo brutal: además de derramar sangre en Argelia, los fanáticos de Al Qaeda y agentes autónomos identificados con la guerra santa de Osama, como el Talibán, se han cansado de asesinar en Indonesia, Marruecos, Afganistán, Líbano, Egipto, Somalía y, desde luego, Irak, entre otras comarcas de neta predominancia musulmana.
El martes pasado, un terrorista suicida ingresó en la sala de emergencia del hospital local de un poblado cercano a Waziristán, en la llamada región tribal de Pakistán, y mató a 32 personas e hirió a 55, incluyendo pacientes y personal médico. El ataque fue reivindicado por el Talibán.
Empeñadas en ser bondadosas y bienintencionadas, muchas personalidades se niegan a condenar sin ambigüedad los horrores de estos ataques suicidas. Pese a pruebas irrefutables, una parálisis funcional silencia la reacción y la condena.
Son ataques suicidas porque quienes asesinan en serie se matan al matar, aspecto supuestamente enaltecedor que suspende la posibilidad de juicios éticos y reacciones operativas condignas.
La crónica de estas matanzas describe carnicerías escalofriantes en mercados, galerías comerciales, calles de barrios alejados, estaciones terminales de transporte. Golpean y matan en sitios eminentemente populares, donde exterminan mujeres, ancianos y niños.
Esta semana, por ejemplo, un terrorista estacionó un auto repleto de explosivos junto a un edificio de la Gendarmería argelina, donde a primera hora de la mañana se agolpaban numerosos jóvenes universitarios, algunos acompañados por sus padres, por una convocatoria de reclutamiento de ese cuerpo de seguridad. Llevaba adosada a su cuerpo una batería de explosivos y se mezcló con los jóvenes candidatos a reclutas, detonó a control remoto la explosión de su vehículo y luego se mató a sí mismo, quitándoles la vida a 43 personas.
Esto es habitual hace ya varios años en Irak. Como la casi totalidad de los medios argentinos suele titular la crónica de estos hechos como inexplicables “actos de violencia”, lectores, oyentes y televidentes imaginan que son episodios de “resistencia” contra la ocupación extranjera.
En algunos casos, son operaciones contra nacionales de otros países, pero un cuidadoso y detallado estudio de las víctimas desde septiembre de 2001 exhibe una mayoría de árabes musulmanes entre los objetivos mortales de Al Qaeda y sus esbirros asociados.
Toda mención ligera y frívola de los actos terroristas se convierte, así, en inexorable arma política y cultural a favor del odio y la cosecha de muerte de estos grupos, como la necia pretensión de justificar, o querer explicar, violencia tan perversa y demencial en razón de una supuesta “exclusión” social de quienes la practican, o como resultado de malvadas políticas “neoliberales” que empobrecen pueblos y lanzan a sus mejores hijos a estos episodios.
La violencia terrorista castiga especial o casi únicamente a pobres e inermes y, paradoja desgarradora, a fieles del islam. Muchos temen denunciarla creyendo que serían cómplices de ese moderno Satanás que es (según denuncian los cabecillas teológicos de Irán) Occidente y, sobre todo, Estados Unidos.
Obsesivamente susceptibles ante casos reales o fingidos de discriminación de raza, género y clase en los países donde no rige el islam, la mayoría de quienes adoran llamarse progresistas mira para otro lado cuando se denuncia la condición de la mujer en las naciones musulmanas.
En Arabia Saudita se vive el caso más potente de aniquilamiento de la igualdad. Allí las mujeres siguen siendo objetos, ciudadanas de tercera categoría, aun cuando en todo el mundo árabe la situación es muy parecida.
La invasión norteamericana a Irak ha sido un error trágico, pero la presencia occidental en Afganistán es razonable y necesaria. De igual modo, aun sin tropas extranjeras en ambos países, los asesinatos continuarían y el salvajismo terrorista no se hubiera evitado. De eso no se habla. Al terrorismo no se lo condena inequívocamente, a pesar de conocerse su prosapia eminentemente fascista y retardataria.
Basta leer las noticias y seguir de cerca los noticieros de televisión para advertir la barbarie criminal de la que no se desmarcan y contra la que no luchan esos sensibles corazones que siempre justifican estas violencias inicuas.
No advierten que víctimas inexorables de ese terrorismo jurásico, machista y devastador serán ellos mismos, bellas almas que terminarán consumidas por las mismas ametralladoras y bombas fundamentalistas, bajo cuyo truculento conjuro parecen creer que se alumbraría un mundo mejor.