Lejos estoy de intentar arrogarme un descubrimiento capaz de hacer desbaratar la historia de los estudios cervantinos. Estoy tan seguro de que el “descubrimiento” no es tal que ni siquiera me he tomado el trabajo de verificar su originalidad. Sin arrogancia, entonces, muestro que hasta los más grandes genios hacen “citas ocultas” y olvidan mencionar la fuente inspiradora de sus mejores pasajes. En este caso se trata de La leyenda dorada, de Santiago de la Vorágine (dominico italiano que llegó a ser arzobispo de Génova y que vivió entre 1228 y 1298), un libro de lectura capital para los investigadores del arte, ya que a través de la abundancia de atribuciones correspondientes a cada santo pueden interpretar o descubrir quién es el sujeto representado en la infinita cantidad de iconografía católica existente. La leyenda dorada, después de muchos añadidos realizados en épocas posteriores, fue publicada por primera vez tal como la conocemos hoy, en Venecia en 1494, y la edición castellana completa se debe a Alianza Editorial (hay también una pequeña selección a cargo de Alberto Manguel y en el futuro habrá otra, seleccionada por mí: estoy en eso).
El pasaje cervantino al que me refiero se encuentra en la segunda parte del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1615), en el capítulo XLV, donde el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsula firme y comienza a gobernarla con impecable e inusitada lucidez.
A la hora de impartir justicia, se presentan ante Sancho Panza dos hombres ancianos, uno de los cuales trae consigo un báculo que usa para sostenerse. “Señor –dice el que tiene las manos libres–, a este buen hombre le presté días ha diez escudos de oro en oro, por hacerle placer y buena obra, con condición que me los volviese cuando se los pidiese. Pasáronse muchos días sin pedírselos, por no ponerle en mayor necesidad de volvérmelos que la que él tenía cuando yo se los presté; pero por parecerme que se descuidaba en la paga se los he pedido una y muchas veces, y no solamente no me los vuelve, pero me los niega y dice que nunca tales diez escudos le presté, y que si se los presté, que ya me los ha vuelto. Yo no tengo testigos ni del prestado ni de la vuelta, porque no me los ha vuelto. Querría que vuestra merced le tomase juramento, y si jurare que me los ha vuelto, yo se los perdono para aquí y para delante de Dios.”
Sancho Panza se dirige entonces al viejo del báculo, y le pregunta qué puede decir ante lo que se acaba de oír, a lo que el viejo responde que efectivamente recibió un préstamo, pero que él jura que se los ha devuelto. Dicho lo cual “el viejo del báculo dio el báculo al otro viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como si le embarazara mucho”, y luego jura habérselos devuelto. Sancho Panza pide al viejo que le alcance el báculo, y cuando lo tiene en sus manos lo parte a la mitad y descubre dentro los “diez escudos de oro en oro”.
En un pasaje de la vida de San Nicolás, ocurre lo mismo (con algunas variantes: un viejo es cristiano, el otro es judío); luego de que el cristiano jura ante un juez que el dinero había sido devuelto y yéndose a su casa, un carro le pasa por encima y lo mata. Pero en el accidente el báculo se parte a la mitad y la trampa queda al descubierto. Asistiendo el judío al lugar del accidente y descubriendo el engaño (a fin de cuentas, el cristiano decía la verdad), jura hacerse cristiano si por intercesión de San Nicolás el viejo muerto vuelve a la vida. “El muerto resucitó al punto, y el judío cumplió su palabra; se convirtió al cristianismo y se bautizó en nombre de Jesucristo.”
Hablar de Cervantes plagiario es exagerado, pero es indudable que el manco de Lepanto leyó La leyenda dorada, esa fuente de historias y martirios horribles, y tomó lo que le hacía falta. Que sirva de lección a los escritores de clásicos.