De joven tendía a pensar en mis oportunidades en el terreno de la literatura y de la vida como un despliegue infinito y una excursión virtuosa por las ofertas que ofrecía la inmortalidad; ahora, no obstante rejuvenecer hacia atrás, creo que nuestro recorrido vital resulta una modulación de ciertas primeras impresiones, como si nuestras posibilidades intelectuales y sensibles se condensaran en una repetición que nos lleva cada vez más profundo y más hondo hacia atrás, al momento en que descubrimos el sentido de la música con el toc toc y la música de las palabras cuando decimos por primera vez mamá. La vida supone una apertura en gama de esas percepciones iniciales, cuando todavía la experiencia de la existencia no estaba marcada por la conciencia de la muerte.
En la peluquería leo una entrevista a un médico francés: el médico habla de nanotecnología, implantes y operaciones, y garantiza que la fábrica de la ciencia nos llevará a durar entre quinientos y mil años… de aquí a cincuenta nomás. Quizá no esté destinado a verlo, pero recuerdo que apuestas como esa formaron parte del cine de ciencia ficción popular que me educó en la infancia. Contamos con ocho mil millones de personas de las cuales al menos un veinticinco por ciento viven en condiciones infrahumanas en un planeta que podría dar de comer a veinte mil millones si suprimiéramos las vacas como stock alimentario. En medio de este caos, la promesa de sobrevivientes milenarios anuncia una temporada de cine zombie.