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Violencia y verdad

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La virulencia del día a día mundial sólo muestra al espectador atento cataratas de esa incapacidad de convivir del ser humano. Boko Haram y su grupo fundamentalista llevan más de 13 mil muertes en cinco años, a las que se suman los muertos de Estado Islámico, las matanzas de sirios y palestinos, la barbarie en París y siguen las firmas. Un paisaje nada alentador acerca del avance de la humanidad.

Estos acontecimientos dolorosos nos invitan a recuperar un antiguo debate sobre la violencia usada para defender la verdad. La violencia humana, la de aquellos hombres armados y la nuestra, se deposita en la distancia entre lo que esperamos que sea el mundo y lo que el mundo es. A los golpes procura acortar la brecha que repudia. Es el intento cobarde de sortear una imposibilidad metafísica: “Que vos ya no seas vos, que vos seas yo”. Que el otro se adecue a mi concepción de lo bueno, de lo bello, de lo verdadero.

Yace allí un problema arcaico. “Quid est veritas?”, preguntó Poncio Pilato a Jesús de Nazareth. ¿Qué es la verdad? Una interrogación aguda hecha por un hombre con poder ante una decisión crucial para sus ambiciones políticas.
A lo largo del relato evangélico, Jesús comprende que los otros no son como él pretende que sean; son prostitutas, ladrones, corruptos. Pero el problema nunca está en ellos. Con quienes lucha es con los fanáticos que creen tener la medida de la verdad absoluta en la mano, con quienes usan la ley como norma inamovible y rígida. Con la letra que no deja entrar al espíritu. El final del texto lo sabemos, lo matan por expresarse libremente.
La pregunta de Pilato por la verdad buscaba decidir la muerte o la vida. En el siglo xxi es innecesario ese dilema crucial. Parte de lo que la modernidad vino a celebrar es la diferenciación sin violencia, el no intento de subordinar al otro a mi creencia. Pero la violencia y los violentos están.

Ante ello, hay tres elecciones: la del diálogo, la de la sumisión de una parte frente al poder autoritario o la aniquilación de alguna de ellas. De esas tres elecciones, la primera parece presentarse hoy como la más compleja y crucial. Desde las Torres Gemelas hacia acá, el no diálogo ha dado miles de muertos. Al grito de “esto es una guerra”, no parece haberse avanzado mucho. Pero ¿cómo dialogar con terroristas? No lo sé. Por lo pronto, con más terror no parece ser recomendable. Nunca es bueno enfrentar a quien ve con ideales místicos su propia muerte.

Lo cierto es que la barbarie precisa personas que piensen que matar por la verdad es el camino. Nuestras repúblicas occidentales aún tienen sujetos que añoran eso. Por ejemplo, Le Pen y cierta derecha europea, que con ingenuidad desatienden las certeras revanchas que se toma el terrorismo. También sectores de izquierda siguen enarbolando –con una irresponsabilidad naïve– el romanticismo terrorista de luchas armadas que sembraron lágrimas y dolor. Ambas miradas atrasan. Ambas son violentas en nombre de alguna verdad.

Millones de personas en el mundo ponderan la vida con este registro conceptual fanático. No estamos exentos. Nuestros aborrecimientos personales nos manejan en más de una oportunidad hacia esos relatos salvajes. En la virulencia diaria, nuestras violencias cotidianas operan sobre los otros como una mirada que les susurra el repudio de su ser. Ese odio llega a su destinatario e impacta en él (desconocemos cómo puede volver).

No es bueno sembrar ese tipo de semillas. El odio social –como su enemigo, el amor– es invisible cuando se cultiva. Cuando se corporiza, suele ser tarde. La exacerbación de verdades sustancializadas que se matan entre sí no nos es ajena a los argentinos. Todavía llevamos en nuestro
cuerpo social las llagas abiertas de nuestros discursos desmedidos. Esos que nos impidieron y nos impiden aceptar que sólo podremos vivir juntos, si juntos seguimos preguntándonos ¿qué es la verdad?

Cuenta el Evangelio que Poncio Pilato no quiso escuchar la respuesta, su pregunta retórica… y se lavó las manos.

*Filósofo y doctor en Ciencias Sociales.