Gracias a la columna de Daniel Link me enteré de la existencia del troll. Yo no tengo mucha relación con los mundos virtuales. La sola idea de abrir una cuenta en red social equis para encontrarme con gente que por algún buen motivo debo haber perdido en el camino me da una pereza indecible. Así que no sabía nada del troll. Parece que es un opinador pago, que busca mediante palabras clave, las columnas sobre las cuales descargar toda su anónima virulencia. Es empleado para crear un sentido de “opinión pública”, diseñada a la medida de los intereses de algún empleador. El concepto me tranquiliza un poco. Esto explicaría, por ejemplo, por qué la palabra “Botnia” desata automáticamente insultos de uruguayos (inexistentes) que aseguran que el agua de sus cloacas es prístina y vivificante. Desde que Link me prestó el concepto, no puedo evitar imaginar estos ataques sistemáticos como el producto semi-asalariado de un grupo de simpáticos jubilados cumpliendo con los planes de sus pagadores. Esa relación que señalaba Link “de odio y de terror” en el anonimato de la Red tiene una explicación muy elemental: así son todas las relaciones que crea el dinero en su circulación.
No obstante, me inquieta más sospechar que el mundo tiende a trollizarse. Acabo de encontrar, por ejemplo, un blog de una periodista que publica una ponencia que hará o hizo en la Feria del Libro. En ella toca un tema apasionante, que probablemente no le interese a nadie: la relación entre el sempiterno menemismo y los dramaturgos de los 90. Como tiene una teoría muy elemental (y es que toda la literatura dramática producida entre los años del régimen menemista es un fiel espejo de esa ideología) usa mi nombre, y mis obras, para delatar cuánto daño le he (le hemos) hecho a la historia del teatro, y a la sociedad toda. Sospecho que esta persona no es un troll. Incluso ofrece una foto. Así que –en perjuicio de mi tiempo– considero necesario escribirle y señalarle sin rencores los sitios donde creo que se equivoca, y donde cita episodios que no suceden así en obras mías. Pero, es tarde. Creo que la ponencia ya se leyó así. Es decir, ya habrá habido una media docena de gente muerta de aburrimiento, alimentando sus trollíferas ganas de indignarse (porque el mundo trollizado se caracteriza por su deseo de indignarse ante toda injusticia, por más inexacta que sea), escuchando ejemplos falsos de supuestos episodios de obras mías que –puedo jurarlo– no han logrado menemizar ni desmenemizar al mundo.
¿Qué hacer cuando la ofensa es tan evidente, pero tan diminuta? En condiciones de inmensidad, las personas serias ponen abogados, demandan por calumnias, y hacen corregir las tergiversaciones. Pero en condiciones tan nimias (un acto de crítica teatral en la Feria del Libro, apenas un poco más de humo que se suma al humo de los Patys que se asan en las vecindades agalponadas; y ahora que escribo Paty temo que los trolles contratados por Good Mark contraataquen), en condiciones tan nimias –decía– lo mejor es no hacer nada. Porque en el mundo trollizado la relaciones de diálogo no son posibles.