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Voltaire tenía razón

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En la gran manifestación que se celebró en París después de los asesinatos de Charlie Hebdo, encabezada por jefes de Estado de numerosos países, se enarbolaron innumerables pancartas con el lema “Je suis Charlie”. Bastantes de ellas llevaban también la silueta inconfundible de Voltaire. Y en los días posteriores se vendieron en Francia decenas de miles de ejemplares del Tratado sobre la tolerancia, una de las obras emblemáticas del príncipe de los ilustrados. Es curioso, algo semejante ocurrió cuando el ayatolá Khomeini lanzó su fatwa mortífera contra Salman Rushdie por su libro Versos satánicos. Yo estaba en Londres y recuerdo que en la manifestación de apoyo a Rushdie en Trafalgar Square vi una pancarta portada por un grupo de caballeros con aire de profesores oxonienses que decía: “¡Avisad a Voltaire!”.

Maravilla esa persistencia de su figura como emblema de la lucha contra el fanatismo y en defensa de las libertades amenazadas, sobre todo la de conciencia y también la de expresión (sin la cual la otra queda mutilada). Antes de que Zola y su J’accuse...!, mucho antes de que Bertrand Russell se manifestara en esa misma Trafalgar Square o Noam Chomsky lo hiciese en Berkeley, Voltaire escribió y luchó porque se le devolviese su honor a Jean Calas, un protestante acusado injustamente de haber asesinado a su propio hijo. Pero sobre todo identificó la enfermedad cuya intransigencia más hace peligrar la convivencia en cualquier comunidad civilizada: el fanatismo.
El fanático no es quien tiene una creencia (teológica, ideológica o la que fuere) y la sostiene con fervor, cosa perfectamente admisible porque tampoco el escepticismo o la tibieza son obligatorios (aunque algunos los tengamos por aconsejables…). El fanático es quien considera que su creencia no es simplemente un derecho suyo, sino una obligación para él y para todos los demás. Y sobre todo está convencido de que su deber es obligar a los otros a creer en lo que él cree o a comportarse como si creyeran en ello. Con demasiada frecuencia, el fanático no se conforma simplemente con vociferar o lanzar inocuos anatemas, sino que aplica medios terroristas para imponer sus dogmas, sea desde el poder o desde la clandestinidad homicida.
La persona humanista y civilizada pide las cosas por favor, el terrorista las exige por pavor.

Voltaire fue quien primero resumió esta peligrosa manía en una fórmula lapidaria: “¡Piensa como yo o muere!”.  Allí donde está vigente este lema atroz, no hay posibilidad de pluralismo político, artístico, intelectual ni en los comportamientos personales. El fanatismo convierte en un erial el campo potencialmente feraz de las creaciones sociales.  (...)

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Y actualmente salta a la vista que las teocracias islámicas mantienen a los países que las padecen en situaciones de enanismo político, estético, científico y social. Nada tiene que ver esta constatación con la temida y voceada “islamofobia” que algunos esgrimen no siempre desinteresadamente como escudo protector contra argumentos bien razonados y difíciles de recusar.
En la mayoría de las ocasiones, los fanatico-terroristas causan más víctimas entre quienes dicen defender que entre sus supuestos enemigos: Al Qaeda y el EI son peligrosos sobre todo para los musulmanes que no suscriben su radicalismo feroz, y los terroristas fanáticos de ETA cuentan la mayor parte de sus expoliados y asesinados entre los miembros de ese “pueblo vasco” por cuya libertad aseguran que matan y extorsionan.
Luchar contra ellos no es “islamofobia” ni “vascofobia”. Incluso los rasgos que en el propio Voltaire hoy pueden parecer antisemitas se deben a que reprochaba a los judíos el invento del monoteísmo, fuente de los peores fanatismos eclesiales. Creo que su mensaje definitivo consiste en asegurar que lo único a lo que tenemos que tener auténtica fobia razonada y democrática es al fanatismo, venga de la raíz teocrática o ideológica que fuera. Y mientras sigan apareciendo los fanáticos entre nosotros y hasta reclamando su derecho a serlo, tendremos que seguir recordándole y tomándole como ejemplo. (…)

En las sociedades democráticas, el precio que todos pagamos por poder expresar sin tapujos nuestras opiniones y creencias es el riesgo de verlas puestas en solfa por otros. Nadie tiene derecho a decir que quien lo hace, le “hiere” en su fe o en lo más íntimo. Hay que aceptar la diferencia entre nuestra integridad física o nuestras posesiones materiales y las ideas que profesamos. Quien no las comparte o las toma a chufla no nos está atacando como si nos apuñalase. Al contrario, al desmentirnos es guardián de nuestra cordura, porque nos obliga a distinguir entre lo que pensamos y lo que somos. (...)

Se ha puesto de moda que quienes detestan ver sus opiniones ridiculizadas o discutidas lo atribuyan a una “fobia” contra ellos. Llamarla así es una forma de convertir cualquier animadversión, por razonado que esté, en una especie de enfermedad o plaga social. Pero, como queda dicho, la fobia consiste en perseguir con saña a personas, no en rechazar o zarandear creencias y costumbres. Lo curioso es que la apelación a las “fobias” es selectiva: no he oído hablar de “nazifobia” para descalificar a quienes detestamos a los nazis ni de “lepenfobia” para los que no quieren manifestarse por París con Marine Le Pen y sus huestes (actitud por cierto que me parece más fóbica que democráticamente razonable).

Pues bien, no es fobia antisemita oponerse a la política de Israel en Gaza, ni fobia anticatalana cuestionar las manipulaciones de los nacionalistas en Cataluña, ni fobia antivasca denunciar a ETA y sus servicios auxiliares. También sobran argumentos contra la teoría y práctica del islam, lo mismo que no faltan contra el catolicismo. Si no hubiera sido por los adversarios que no respetaron las creencias religiosas, seguiría habiendo aún sacrificios humanos. Los semilistillos que se encrespan si se invoca un “derecho a la blasfemia” quieren un Occidente sin Voltaire o Nietzsche y comprenden que se quemase a Giordano Bruno.

*Filósofo español. / Fragmento de su nuevo libro Voltaire contra los fanáticos (Editorial Ariel).