¿Hubiese sido procesado –y eventualmente encarcelado– Carlos Menem si, en lugar de advertir que votaría en contra de la ley Kirchner sobre medios de comunicación, se hubiera pronunciado a favor?
Dificil saberlo, pero una encuesta superficial indicaría un “no” rotundo por parte de una abrumadora mayoría. Sin embargo, ni los propios lastimados por la norma se detuvieron en ese detalle, obvio, ya que fue pública la intervención oficial sobre el ex presidente para que acompañara con el voto, del mismo modo que fue público el desaire de éste sobre esa pretensión.
También, quizás, el castigo. Más bien, los afectados por la ley, en su ciega estrategia, prefirieron apelar y enlodar a otros presuntos extorsionados, senadores de Corrientes y Tucumán, como si fueran los únicos que viraron de un color a otro –sin distinguirse ciertamente la causa–, desatendiendo en el juego a aquellos que desde el oficialismo desertaban, burlaban la obediencia debida K, nada más que por poseer intereses en medios de comunicación. La Argentina de siempre.
La vieja política
Un grosero diría que estos episodios son parte de la “vieja política” del país, cuando en rigor el transfuguismo legislativo es una condición común a otras tierras.
Quizás con menos esmero y mayor discreción. Son parte de un ejercicio nauseabundo que no requiere edades y que crece o se extiende con pasmosa negligencia de la sociedad, a menos que a ésta se la sacuda como en el caso de la Banelco, por obra y gracia de una furia mediática que –más tarde– demostró que perseguía más una infradevaluación, un recambio institucional, que la transparencia de una actividad.
Si uno tomara protagonistas de entonces, sus roles posteriores y ventajas obtenidas, hasta podría configurar una conspirativa e interesante novela de ficción. O material para la Justicia que, utilizando una levedad evidente, se preocupa por inculpar radicales en los disturbios que epilogaron con Fernando de la Rúa y ha desatendido responsabilidades previas no sólo en desórdenes sino también en voltear a un gobierno. La sociedad acompaña en su desaprensión, igual que la francesa parece aceptar las explicaciones del ministro de Cultura Miterrand, quien –vaya a saber la razón– decidió confesarse y consentir que había concurrido en el sudeste asiático, donde su país hizo cuantiosos destrozos en el pasado, a un lupanar para tener sexo con niños.
Lo maravilloso del político, para colmo sobrino de un ex presidente, es su explicación: participaba de una pesquisa, de un desafío investigativo para “conocer y acercarse a lo infernal”. Ni Proust, Gide o Céline se atrevieron a esas figuras imaginativas para describir el estupro. Con la “nueva política” local, esas imperfecciones de la vieja parecen repetirse y con inquietud superior: si se comprueba que el ex comisario Fino Palacios verdaderamente aparece tras las escuchas telefónicas a un hombre de la comunidad judia y al empresario Carlos Avila, más que esa práctica nefasta se puede sospechar que otro tipo de trama discrecional estaba en marcha.
Pues si Palacios fue designado a cargo de la Policía capitalina creada por Mauricio Macri –debió renunciar por presiones que nunca fueron aclaradas–, parece natural que entre los objetivos de esa Policía en una nueva repartición estaba la secreta creación de un departamento dedicado a menesteres de pinchadura y hackers. Igual que sus colegas del orden nacional. A menos que uno quiera creer que si es jarra y blanco no es leche.
Te escucho
Se puede alegar que “en el país todo el mundo –con poder– escucha a quien quiere”. Es cierto, sólo cuesta dinero, mensualidades, el costo difiere según los servicios y los atendidos (para conocer secretos del espectáculo, dicen, las cuotas son menores que el costo sobre políticos o empresarios). Eso, en lo privado. En cuanto al Estado, nadie ignora que abruma con escuchas, interferencias de mails o de otras comunicaciones. También es cierto. Pero, ilusos al fin, se contemplaba que en la “nueva política” lo dedicado al área de seguridad del Gobierno porteño se remitía a mayor personal especializado, tranquilidad en las calles y, por supuesto, complicadas y controvertidas licitaciones (léase camaritas, uniformes, vehículos). No, claro, a que se pudiera apuntar a una SIDE paralela, envidiosa de la que sirve a Néstor y Cristina Kirchner con una devoción que ni la cheka de Beria le prestaba al compañero Stalin. Eso, por lo que uno sabe, no estaba en la plataforma electoral, más allá de que alguien finalmente encuentre un recurso explicativo más racional y pedestre que el del ministro Miterrand (se podría decir: si ellos nos escuchan, también nosotros los vamos a escuchar a ellos).
Algunas de las conductas por los pases o trasvasamientos de diputados y senadores a la hora de votar seguramente se justifican, sin dudas, por la obra de quienes los siguen y fisgonean para, luego, amedrentarlos por las debilidades que les descubren. Esa metodología se ha expandido como un reguero hacia y en contra de otros personajes, empresarios, periodistas, jueces, propios y ajenos, incluyéndose ministros. Porque la naturaleza perversa de la cuestión no reside en el exclusivo celo por los opositores, sino también en la consolidación del poder propio: a mi aliado lo conservo no sólo por el amor que me dispensa, sino por el temor que le infundo.
Bajo la excusa maquiavélica de la protección o la burda frase “te estoy cuidando, sé que te acostás con Susanita o con Carlos” (por señalar la picaresca sexual que envuelve a muchos casos, cuando otra parte se vincula a enredos y transgresiones económicas). Hay multitud de ejemplos actuales, relatados inclusive por las víctimas. Sólo así puede entenderse lo que ocurrió entre colegas, antes de la llegada de Cristina Fernández a la Casa de Gobierno, cuando las disputas por posicionamientos entre el Ministerio de Justicia y el de Defensa se dirimían en áreas comunes, con personal que vigilaba a autoridades del mismo gobierno por mandato de otras autoridades, casi todos provenientes del mismo gremio que por cantidad merecería una representación en la CGT y presidido el gremio por algún hijo de Hugo Moyano (al respecto, éste no debería ignorar que Augusto Timoteo Vandor, en épocas de escasez de la Unión Obrera Metalúrgica, invertía en una flota de taxis que aguardaba la salida de distintas casas de funcionarios del gobierno de Lanusse para capturar pasajeros a los cuales los conductores les realizaban inteligencia en la charla mundana del vehículo).
Ese enfrentamiento entre ministros, la utilización de servicios públicos en tareas non sanctas parece la apoteosis de la estupidez humana. Más cuando todos siguen. Y, si es destestable el malgasto creciente del Gobierno en estas prácticas de escuchas y controles sobre los ciudadanos, debe admitirse que su multiplicación en otros sectores alcanza ribetes extraordinarios. Al creador de Torneos y Competencias, hoy empresario aéreo, Carlos Avila, en verdad lo escuchaban –según rezan los mentideros– por su declarada aspiración de convertirse en presidente de River Plate, para saber con quién se vinculaba, qué posibles sponsors podría lograr, asociaciones o vínculos, inclusive descubrirle confesiones que más tarde podrían comprometerlo al hacerlas públicas y, de ese modo, apartarlo la competencia por la titularidad de un club de fútbol. Obvio: alguien interesado en el patrimonio de River, participante hoy de otra candidatura, solventaba en apariencia ese trabajo investigativo sobre Avila.
El pistolero
Quien puede lo máximo puede poder la pequeñez de esa tontería, a menos que en River se esconda un tesoro desconocido. Más cuando escuchar al negro Avila no requiere de ningún fundamento, debido a que suele contar en exceso lo que protagoniza y lo que no protagoniza y a quien, sus amigos más cariñosos, hasta podrían pagar para que dejara de contar todo lo que hace. En este episodio, como se sabe, también participó el permiso de un juez de la nación, el que habilitó –¡desde Misiones!– las escuchas telefónicas bajo la excusa de que Avila podría integrar una banda de pistoleros del asfalto. Pistolero sí, diría el risueño Avila, pero no del asfalto. Aunque el caso no es un chiste.
Como lo que atañe a Burstein, habitual acusador por lo no resuelto de la AMIA, quien parece además envuelto en un viejo y durísimo pleito entre Palacios y la estructura dominante de la SIDE, la cual entre otros ejercicios se permitió impedir en estos años que el ex comisario pudiera conseguir trabajo en empresas privadas (por orden de ministros, además) y cuestionarle a Macri y su álter ego Montenegro la decisión de nombrarlo en un cargo del Gobierno de la Ciudad por el agradecimiento y el respeto que el ingeniero boquense le debe al policía (fue quien descubrió a los autores de su secuestro, otras autoridades policiales, en tiempos de Carlos Menem). Esa es una realidad.
La otra: el grado de desparpajo en la actuación judicial y en quienes desde el sector privado pagan operaciones como la de Avila o Burstein descubriendo en ese ejercicio no sólo un mundo paralelo a la impudicia del Gobierno, también habilitando a otras consideraciones negras sobre la búsqueda de control inherentes a otros gobiernos y a empresarios con fuertes aspiraciones. Ya no se trata de quién resiste o no un archivo, sino de que le construyan un archivo (la elaborada y aparente ficción sobre las conexiones de Francisco de Narváez con la efedrina fue producto exclusivo de la investigación del prestanombre judicial de turno, el juez Faggionatto, casi sospechosamente defendido por el Gobierno en el último cónclave del Consejo de la Magistratura con la no menos sospechosa ausencia de otros magistrados que quizás debían botarlo del cargo).
Y esas felonías no sabe hoy de distinciones a menos que cándidamente uno se permita aceptar lo que algunos manifiestan con ardor. Por ejemplo, asimilar sin digestión que Alberto Fernández (a cargo de discernir sobre los fondos secretos que le otorgaba el presidente Kirchner y su sucesora en el primer año, entre otras facilidades) se queje ante el público de que lo espían desde que él renunció y, de paso, añadir que él jamás se enteró, participó o sabía de la papelería o casetería aportada por la SIDE a quienes son sus mandantes sobre la vida privada de las personas. Hay elementos de sobra para contrariar esa opinión. Por citar a alguien, preguntar por Enrique Olivera.
Puede con razón también Eduardo Duhalde enfadarse y protestar porque lo siguen o escuchan, constituye una afrenta y una presión intolerable ese encono del Estado contra ciertas personas utilizando el dinero de los contribuyentes. Del mismo modo, la construcción de carpetas para someter luego al elegido personaje con infidencias, perlas o secretos. Una labor destructiva, premeditada, en la cual se persigue un daño personal para salvaguardar el poder existente. Excusas nazis, fascistas, comunistas, chinas. También, argentinas. Pero, también obliga no exactamente la nobleza, a otra pregunta: ¿acaso cuando fue gobernador Duhalde no se compraron máquinas especiales en su entorno para tareas de espionaje tetefónico? ¿O habrá que pensar, seriamente, en que fue –por ejemplo– un rabdomante el que hizo encontrar una prueba en un caso de nota? Porque, claro, las escuchas también sirven –como la delación– para el esclarecimiento del 90% de los delitos, no para develar pormenores de la vida privada de la gente. Y, cuando fue presidente, quizás Duhalde tampoco se apartó de esa premisa: ¿no hubo en su cercanía tremendas disputas por la supremacía de la SIDE, no fue uno de sus titulares quien cargó con acusaciones de todo tipo, incluyendo la injerencia en la Justicia, luego reemplazado por otro al que los propios Kirchner le imputaron que se inmiscuía en sus vidas con las escuchas e interferencias?
Desde siempre
No es sólo de peronistas esta maraña en que se involucran los dirigentes políticos, quizás aprovechando esa curiosidad de voyeur que existe en el ser humano, en esa doble personalidad, geminiana, de quien dice ser uno y a la vez es otro. Hubo escuchas en los tiempos de Raúl Alfonsín, más módicas seguramente –herencia de las actividades que al respecto realizaban los militares, que tal vez lamentaba Facundo Suárez pero no impedía–, ni hablar cuando Fernando de la Rúa estuvo en la Casa Rosada, tiempos en que hubo de desatarse un revuelo interno porque el amigo del mandatario colocado al frente de la SIDE decidió despedir a más de mil agentes para disminuir el deficit fiscal. Con una mirada posterior, quizás haya que anotar ese hecho en el punto de partida de la decadencia provocada –al margen de sus propias fallas–, la desestabilización que sufrió el gobierno y su caída (de ese período quedan funcionarios o colaboradores de alta graduación en ese cuerpo especial de inteligencia, lo que revela la abstracción partidaria –o el acomodo al poder de turno– de quienes se dedican a esa tarea). Las genéricas menciones a este proceso vivido en la democracia, con olvidos sin duda enormes de otros participantes, indican el avance progresivo de ese poder subterráneo, envolvente, que por fin domina hasta el mismo autor que lo engendra, como aquel jefe de inteligencia norteamericano que se comió a cuanto presidente le tocara servir, republicano o demócrata, (J. Edgar Hoover, a cargo del FBI de l907 hasta después de los Kennedy, de quien en su mandato no se conocieron las escuchas con su novio). Tenía, la carpeta de cada uno: con ellas se valía para la supervivencia. Pero Venecia no se hizo importante por la habilidad ducal para revisar correspondencia sin que el receptor lo advirtiera, ni Napoleón fue grande por el sórdido espionaje de Fouché. Tampoco la Iglesia debe creer que Torquemada debía ser Papa.