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Walser en tiempos de paseos prohibidos

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| Cedoc

En estos días caóticos e inmóviles, en los que hace falta un permiso escrito para salir a dar una vuelta y en los que los vecinos más aguerridos y responsables se transforman en delatores y vigilantes, caminemos kilómetros con la mente leyendo al escritor suizo Robert Walser.

Sus palabras resuenan en nuestras vidas de lectores segregados y forzados al sedentarismo. Cuando los rebeldes pasaron a ser los que se atreven a salir a dar una vuelta, a pie o en bicicleta, y cuando los datos y los números de esta pandemia son prioridad en el mundo de las noticias, no estaría de más leer las novelas de este escritor fetiche caminante, maestro absoluto no solamente de lectores fanáticos, sino de auténticos elefantes de las letras, verdaderos colosos de la talla de Kafka, Musil, Hesse, Canetti o Virginia Woolf. Famoso por sus largas caminatas en la nieve –pero también en terreno seco, matizando siempre el paseo con un buen vaso de vino bebido en el centro del trayecto, al mismo tiempo meta y estímulo– es la lectura ideal para emprender mientras se va y se viene por los balcones y las terrazas, o incluso por habitaciones no necesariamente espaciosas, pero sí libres de obstáculos.

En caminatas reducidas, leer o releer las prosas breves y las novelas de Walser puede permtir que los lectores respiren un aire depurado, renovado. Pero no vayan a creer que por preferir el caminar por sobre cualquier otra actividad mundana su temática sea la vagancia y el dolce far niente. Walser caminaba mucho, eso es cierto –siendo joven recorrió a pie los 900 kilómetros que separan Berlín de Biel, en Suiza, superando por mucho los casi 700 recorridos por Werner Herzog entre Munich y París–, pero en su caso el caminar no es el tema sino el motor. Incluso a nosotros suele ocurrirnos algo parecido, sin necesidad de que con obstinación terminemos plasmando nuestras ocurrencias en el papel: caminando a uno se le ocurren cosas. Y por ocurrencia incluyo el recuerdo, la rememoración, la visita al pasado y su consiguiente deformación a la luz del farol de los tiempos modernos de nuestra vida. A Walser le pasa lo mismo. 

Él era lo que hoy llamaríamos un freelance ante litteram, es decir de aquellos que hoy representan uno de los eslabones más frágiles frente a cualquier real y posible crisis económica; alguien que persigue sin descanso la estabilidad laboral, pero que en su búsqueda no se resigna a perder sus espacios de libertad. De donde resulta que cuando la estabilidad laboral asoma, renuncia a ella, porque una cosa es la vitalidad que implica perseguir algo y otra muy distinta es la apatía de tener que aceptar que se consiguió lo tan deseado. La vida de Walser no fue fácil, siempre llena de estrecheces económicas y espaciales (vivía en altillos alquilados y otros espacios verdaderamente pequeños), y terminó pasando muchos años en hospitales psiquiátricos por un diagnóstico de esquizofrenia. Todo eso rociado con ocupaciones que en muchos casos rozaban la esclavitud, tema que está muy presente en su obra. Fue empleado bancario, camarero, mayordomo, asistente de un científico...

Pero si quieren un compendio de la filosofía walseriana, El paseo es ideal. Pasear puede ser el pretexto para elucubraciones intelectuales finísimas y encuentros fortuitos, lo que le permite al autor describir un universo que lo rodea de un modo anárquico, no ordenado pero sí encantado, consciente, profunda y trágicamente, de que todo lo bello que hay, todo lo que vuelve la vida florida, un día u otro desaparecerá.