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ALEGRIAS

Y ella dijo Wanda

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No era una mujer que pasaba. Era una chica, y estaba detrás de mí, uno o dos escalones más arriba. No se trataba, en ese sentido, de una situación comparable a la del famoso poema de Baudelaire. Y sin embargo, siendo todo tan distinto, siendo incluso un poco opuesto, algo de aquellos versos parecía estar resonando en la escena. Me refiero estrictamente a esto: la posibilidad de que, en el espacio de la multitud, o aun en la multitud misma, una experiencia personal pueda llegar a producirse. Que ahí donde tan plenamente imperan el anonimato y la impersonalidad, una determinada vivencia pueda llegar, pese a todo, a compartirse con otro.

Ella estaba detrás de mí y escuchaba atentamente la radio, en el secreto de sus auriculares blancos. Diría que, desde julio de 1816, no había aquí tantas personas pendientes de lo que estaba ocurriendo en Tucumán. Esa chica me fue diciendo todo: una cosa y la contraria; luego que todo seguía igual, que todo seguía igual, que todo seguía igual; por fin, que todo había concluido, y del modo en que queríamos.

Justo entonces la alegría tumultuosa explotó y, en medio de la euforia general de las tribunas, atinamos a apretarnos las manos a manera de festejo. Me había ayudado, durante dos horas, con mi ansiedad (que era la suya también); y luego con una sola palabra (“terminó”) me brindó una felicidad de las más grandes. Le agradecí, pero también pensé: no sé siquiera cómo se llama. Entonces me di vuelta y se lo pregunté.