Se dice que “hacer la del avestruz” es meter la cabeza bajo la tierra para evitar ver aquello que sabemos que existe pero no soportamos o preferimos no admitir. Se trata de ejercicio común en buena parte del periodismo que habla o escribe de fútbol e ignorando por vocación el asunto de la violencia que lo pudre.
A nadie puede reprocharse que, cuando se juega un partido, el único foco sean los 90 minutos y sus protagonistas. Sin embargo, hace años que la mayoría de los medios no hacemos foco en el tema; a veces, ni siquiera cuando la pelota aún está rodando o, mayormente, volando por los aires.
Más por ignorancia e incapacidad que por elección de sus bastoneros y/o editores responsables, cuando se habla de fútbol se habla muy poco del juego. Versiones de transferencias que son más operaciones que rumores, conflictos casi de alcoba entre compañeros, entrevistas a algún notorio coyuntural sin importar si quiere o puede decir algo interesante y relatos de entrenamientos que ya serían aburridos si se los viera pero ni siquiera, ocupan horas y horas; páginas y páginas.
Entonces, me permito asegurar que esto de hacerse los distraídos con la violencia no obedece a un presunto fundamentalismo en favor del fútbol juego. Es de cagones nomás.
Apenas un minúsculo dato estadístico apoya la idea ya no como un miedo pánico de nosotros, los cronistas, sino como una estrategia de medios. En no pocos clubes hay casi un enviado por cada diario, cada canal o cada programa de radio. No deben ser menos de veinte quienes cubren regularmente una práctica de Boca o River a la cual ni siquiera se tiene acceso. Son varios cientos los hombres y mujeres dedicados a cubrir la semana de clubes que, a la hora del partido, juegan como si no hubieran tenido esa semana para adecentar la fealdad. Por el contrario, no creo que haya más de tres personas que suelan hablar con propiedad, información y cierto decoro del fenómeno de la violencia dueña de nuestro fútbol. Confieso que, más no sea por una cuestión de buen gusto, siempre elegiría investigar qué desayuna la pareja de centrales de Yupanqui antes que ser un especialista en la marca de slip que usa el Gordo Cadena de Claypole cuando se mete en la cama con la novia del capo de la barra antagónica. Lo que me extraña es que, siendo ambos temas periféricos al juego mismo, la estrategia empresarial sea enfatizar en unos y minimizar en otros.
La noche del jueves último fue una de esas en las que hay que aferrarse desesperadamente a los pantalones de Riquelme o al pie derecho de Scocco para no tener un oído y buena parte del cerebro atentos a otro golpe de muerte que se le dio a nuestro más amado espectáculo deportivo. La única esperanza real de vida es que lo que está investigándose en Boca, y que me animo a pensar que sucede, con matices, en la enorme mayoría de los equipos –desde Primera hasta las ligas regionales más marginales–, detone de tal modo que, al menos por temor, aquellos que le dan fluidez a la indecencia de los barras empiecen a decir que no. Al menos que deban elegir entre denunciar al que los aprieta o terminar procesados por cómplices. Y si la carátula de ese proceso llegase a hablar de asociación ilícita, saber que, en caso de condena, no habrá forma de zafar de la cárcel. Todo esto, en tanto el dirigente implicado –o el político, o el jugador, o el técnico, o el socio, o el periodista– sea realmente un rehén de la situación y haya priorizado su presunta seguridad, aun a riesgo de cometer un ilícito.
Porque no son pocos los casos en los que las fotos de Facebook o los videos caseros los exponen compartiendo con hinchas carecterizados cumpleaños, casamientos, vacaciones o estrenos de mansiones compradas con dinero robado a los clubes. Ahí sí que se pone espeso el tuco y termina siendo mejor, como hizo Migliore, admitir que esos muchachos son casi parte de tu familia. Al menos como para no andar mintiendo todo el tiempo.
A veces esa confusión es medianamente comprensible. Muchos de los jerarcas mercenarios tienen un poder adquisitivo envidiable para más de un futbolista. Además, cobran al día, en efectivo, y no pagan impuestos por lo que se roban de nuestra pasión.
En medio de un contexto de rumores a los que sólo unos pocos prestábamos atención mientras se jugaba en la Bombonera, hubo un partido que prometió tener mucho y terminó teniendo poco. Ojalá dentro de tres días, en Rosario, haya algo más que el misterio por saber qué equipo argentino estará en semifinales. Boca se mejoró a sí mismo y jugó un primer tiempo en el que de a ratos combinó acertadamente la estrategia de desajustar a un rival habitualmente armonioso con la búsqueda ofensiva. Newell’s jugó uno de sus peores partidos desde que Martino comenzó con este sueño que sólo parecía existir escondido en su ilusión.
Independientemente de lo que suceda, y sin perjuicio de que el equipo de Bianchi repita lo del jueves y consiga la ventaja que mereció como local, creo que a este Newell’s hay que honrarlo antes de que se conozca su destino en el triple frente que tiene aún entre manos.
Podrá perder contra Boca –o quedarse afuera en semifinales o en la final–; podrá dejar en manos de otro el torneo local, aunque ahí sí pinta que, al menos, lo peleará hasta el final, y hasta podrá quedarse sin ese premio consuelo que para muchos equipos parece ser la Copa Argentina. Pero no es bueno para nuestro fútbol ignorar dónde estaba Newell’s cuando el Tata desembarcó en el Parque Independencia: al comienzo del Clausura 2012, la Lepra tenía 11 puntos menos que Independiente y 22 menos que Argentinos en la peor zona de la tabla de promedios.
Los números no explican cómo juega Newell’s pero potencian el fenómeno. En menos de tres torneos, sumó 27 victorias, 16 empates y apenas nueve derrotas. Tuvo un quinto puesto, un subcampeonato y, a esta hora, está puntero. Es el equipo que más sumó en la temporada y ya está octavo en los promedios. Todo esto, en menos de 18 meses y sin salir con el changuito a comprar jugadores impagables.
Es admirable y, prefiero decirlo ahora, ya es un proceso exitoso. Newell’s gana más que los demás pero, por encima de todo, juega mejor.
También es, probablemente, la paradoja ideal para estas líneas. Porque Newell’s resolvió con talento y compromiso lo futbolístico, aquello que suele parecer lo más difícil. Pero, al igual que los demás, no se anima a dar el paso adelante frente a los violentos. Y si bien esos violentos no consiguen afear el fútbol que juega el equipo, quizá sean uno de los motivos por los que ese equipo se quedará próximamente sin su gestor. Un lujo que el fútbol argentino no debería darse.