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consignas

Ya lo leí

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A mí, en cambio, lo que más me interesó del discurso que ofreció Mauricio Macri en la apertura de las sesiones legislativas fue la manera en que lo leyó. Digo “en cambio” porque he visto y he oído a varios compatriotas que le criticaron precisamente eso, la torpeza subescolar de su lectura. Críticas que no provenían necesariamente de personas que se oponen a su gestión de gobierno, sino también de personas que adhieren con total entusiasmo a su política de ajuste, despidos y represión. Incluso esos adherentes expresaron que “estuvo bien”, aunque “leyó mal”.

A mí, en cambio, como digo, lo que más me interesó fue la forma en que leyó el discurso. Las críticas al gobierno que lo precedió, esto es al de Cristina Kirchner, las encuentro mucho mejor formuladas en diversas intervenciones de Jorge Altamira o de Nicolás del Caño, de Myriam Bregman o de Néstor Pitrola, de Christian Castillo o de Luis Zamora: críticas más lúcidas y más profundas, más amplias y más agudas, y en cualquier caso mucho mejor respaldadas por un compromiso de lucha en las filas de los explotados. Esa tesitura de reproches y de confrontación me resulta por lo demás perfectamente legítima en aquellos que asumen la existencia social de conflictos de intereses enfrentados y los encaran como tales, pero no en quien declara una y otra vez que se acabaron para siempre las disputas y las grietas y ha llegado la hora feliz de unirnos todos y llevarnos bien.

En cuanto a la mirada dirigida al futuro, es decir a las promesas, que ocupó la segunda parte del discurso y según trascendió es la que recomendaba Duran Barba, yo no alcancé a comprender cómo es que se va a alcanzar ese estado grácil de bienestar general, toda vez que los beneficios concretos de las medidas que ya se han ido tomando (la exención de ciertos impuestos, la anulación de ciertas leyes, el endeudamiento del país, los recortes selectivos de presupuesto, las balas de goma) no traen felicidad sino a los que son felices desde siempre, y a los infelices de siempre, por el contrario, les traen desdichas y mortificaciones: puras penurias.

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Pero la manera en que el presidente Macri leyó el discurso, su modulación (o la falta de ella), sus enyesados cambios de entonación, las pausas para tomar agua, el lograr alzar la vista y mirar a la concurrencia al hablar, todo eso me atrajo mucho. Incluso ese momento que, a mi entender injustificadamente, la prensa calificó de blooper, lo encuentro atinado: el momento en que el presidente Macri empezó a leer un párrafo que ya había leído. El dato no es ése (a cualquiera se le pega una página en el dedo si no la pellizca bien), sino el hecho de que no se diera cuenta hasta que se lo avisaron desde las bancas. Eso revela que Macri estaba hablando sin prestar atención a lo que decía. Estaba pendiente de leer, pero no de lo que estaba leyendo. No se trata del demagogo que no dice lo que piensa, no se trata del mentiroso que dice una cosa y piensa otra. Se trata del presidente que dice un discurso y no piensa en el discurso que dice.

¿Y acaso no fueron siempre buenos oradores los demagogos, los mentirosos? La mala lectura de Macri se ofrece como verdad. Es cierto que no estamos en un campeonato de oratoria (lo señaló alguna vez Beatriz Sarlo y, como siempre, me ayudó a pensar mejor). Hay precedentes de líderes parcos, como los hay de locuaces netos que nos hundieron en la desgracia. Lo que trato de indagar es eso que Macri expresa con su no saber decir, con la evidente antipatía que siente por las palabras. Es la puesta en acto verbal (paradójicamente verbal) de su pretensión de que pueda existir una gestión sin política, o una política sin ideología.

Acaso por deformación profesional, deploro desde siempre la frase “Mejor que decir es hacer” (por otra parte, ¡qué bien hablaba el que la dijo! ¡Y cómo mentía!). Me parece una consigna falaz y tramposa, un ataque al pensamiento. Pero creo que es lo que hay que entender cuando Macri lee como lee. Uno tiene la impresión de que el coro bobo de “¡Sí, se puede!” brotó esta vez para darle aliento, para convencerlo de que sí podía llegar hasta el final del discurso, hasta la última hoja, hasta el último renglón.