“Adoro el pasado, es más sereno que el presente y más seguro que el futuro.”
Diálogo entre el soldado Franz y Léocadie, la putaine (Simon Signoret) en ‘Le Ronde’ (1950), dirigida por Max Ophüls, sobre la obra de Arthur Schnitzler.
Hace algunos años, los técnicos debían ver los partidos sentados. El que se levantaba para dar instrucciones era advertido y si reincidía, expulsado. Quizá algún cráneo de la FIFA se haya inspirado en esos primeros planos de los entrenadores de beisbol, haciendo su show, gritándose con su colega rival nariz contra nariz, y pensó: OK, ya es hora de darle mayor protagonismo a nuestros técnicos. Entonces el Dios fútbol creó ese corralito donde hoy gesticulan como poseídos, saltan, protestan, levantan los brazos, le gritan a quién no puede oírlos; en fin, tribunean en directo. Quién no se mueva como Joe Cocker en Woodstock, será estigmatizado. Dirán que no trabaja en la semana, que no es un motivador, que los jugadores no entienden su mensaje, que no contagia nada. Pero si gana, será “un estudioso de bajo perfil”, como Pellegrini.
Lo que en Europa es un condimento, en Argentina pasó a ser el sostén de un espectáculo que, cada semestre, pierde a sus mejores intérpretes. A falta de cracks –¿cuánto durará Vietto en Racing?– los partidos son desafíos de Play, cada técnico con su joystick. Este Superclásico es eso: un duelo entre Bianchi y Ramón Díaz. Mucho más, sin Riquelme.
Los dos regresaron favorecidos por la coyuntura, convocados por dirigentes que nunca los quisieron y que, resignados a acatar la exigencia de la gente, al menos se sienten menos expuestos si las cosas no salen. Su misión, de hecho, es un imposible. Hacer realidad, con su sola presencia, una eterna fantasía argentina: volver a los años felices, cuando todo era derroche, viajes, títulos. Y, no. “Time is a thief”, canta Peter Hammill en Forsaken Gardens y tiene razón. El tiempo es un ladrón.
En el fútbol nativo –donde todo puede pasar, y de hecho pasa– se juega mal, pero sus torneos son más entretenidos que las ligas europeas, donde dos o tres equipos usan al resto como simples partenaires. La paridad, el hecho de que cualquiera le puede ganar a cualquiera, es consecuencia de la decadencia de los clubes grandes, víctimas de dirigencias incapaces o corruptas, y de un fenómeno no tan visible pero clave: el cambio de reglas en el mercado de pases.
Hace veinte años –salvo excepciones como la de Zanetti, que pasó de Banfield al Inter–, para jugar en un club europeo había que pasar por un grande. Lo que provocaba que los compradores los recibieran con 25 o 26 años y un escaso margen de reventa. Entonces, decidieron saltear etapas. Si un fuoriclasse era detectado, negociaban con el club dueño de su pase y listo. Los tenían con 22, 20, incluso más chicos. Ahora, cebados, se los llevan casi niños. Buscan su El Dorado: otro Messi.
Los equipos chicos, bien administrados y con dinero fresco, se animaron a competir de igual a igual con los grandes, que no sólo dejaron de acaparar títulos sino que empezaron a tener serios problemas con el descenso. Sólo Boca, por ahora, se salvó de ese calvario.
¿Qué pasará hoy? De algo estoy seguro: lo más espectacular se verá de la línea de cal hacia afuera. Es el primer choque en La Bombonera luego del descenso de River y eso encenderá las pasiones. El show para turistas –y el negocio de los barras– está asegurado.
Hasta el esperanzador 1-0 contra Corinthians por la Libertadores, lo de Boca fue espantoso. La defensa fue una tragicomedia que llenó de inseguridad a gente como Burdisso y Caruzzo, puntales en sus anteriores equipos. Chiqui Pérez –una compra tan sorprendente como en su momento fue la de Schiavi– exasperó a muchos con su torpeza. No les fue mejor a los laterales: Cellay, Sosa, Albil, incluso Clemente. Nada funcionaba. Ni Acosta era el de Lanús; ni Somoza, Silva o Martínez, los de Vélez. Viatri, que jugaba de Palermo y hasta de Riquelme, no podía jugar ni de Viatri; Paredes, el 10 del futuro, pasó al fondo de la fila y Blandi, que dos meses atrás estaba afuera, hoy es el 9 titular. Así es el fútbol; imprevisible, ilógico, contradictorio.
Bianchi es un hombre maduro, sereno en las crisis, y pese a que la cosa empezó mal, está convencido de que ordenará lo que llegó a ser un caos. No sería extraño que aprovechara el envión anímico copero para dar un batacazo. Es su estilo.
Díaz, que se fue de River campeón y echado por Aguilar, el presidente más desprestigiado de la historia, puede hacer lo que a ningún otro le tolerarían. Por ejemplo, sostener a Funes Mori, pese a sus goles errados, a su asombrosa volubilidad. Para ir por afuera y asistirlo, eligió a Iturbe, la eterna promesa, por sobre Mora, el verdugo veraniego de Boca. Luna, esperará. Y Lanzini tendrá su enésima chance. Si la defensa de Boca no mejora, se harán un festín y podrán cambiar su historia. Como lo hizo el morenito Alvarez Balanta –20 años, bogotano, aún sin contrato, cuatro partidos, dos goles, nuevo ídolo de los hinchas–, que mandó al banco al blondo Bottinelli, cuyo pase costó una fortuna.
Si el miedo a la derrota es más fuerte que el deseo de ganar, estaremos perdidos. El partido será tenso, aburrido, sin goles. Es el peor escenario. Si River juega como cuando lo bailó San Lorenzo y Boca insiste en ser el equipo amable que les salvó el año a San Martín de San Juan y Unión, veremos un concierto de errores. Pero a nadie le importará. Porque todo será dramático, emocionante, disputado, con goles y un héroe ocasional que vivirá su día de gloria en la tapa de los diarios; un instante mágico que contará el resto de su vida, feliz, orgulloso, con enorme placer.
Sin preguntarse, como el melancólico
Woody en la frase final de La otra mujer, si los recuerdos son algo que uno tiene, o ha perdido.