¿Alguno de ustedes ha tenido la experiencia de hablar con una persona que no parpadea? ¿O que pestañea poco o casi nada? No sé qué dicen los especialistas, llámense como se llamen, neurooftalmólogos o lo que sea, pero no creo que exista una persona que nunca parpadee. Debe ser imposible sobrevivir sin pestañear, como si nos imagináramos una vida sin dormir.
Se calcula que parpadeamos 15 veces por minuto, lo que resulta unas 900 veces por hora y unas 20 mil por día. Pero en este caso las estadísticas, una vez más, están encontradas. En el caso de ser lectores a tiempo completo por razones académicas, vocacionales o profesionales, disminuye el parpadeo a cinco mil veces por día. Nuestros ojos se secan. Pueden llegar a convertirse en pasas de uva. El parpadeo lubrica los ojos, y su ritmo depende de varios factores. Los más importantes son la producción de lágrimas de cada persona, la humedad ambiental, los agentes irritantes de la atmósfera, la intensidad luminosa, la edad y la atención que se esté prestando a un tema. Así, cuanto más interés suscita éste en nosotros, menos parpadeo se produce.
Hace poco mantuve una conversación con una persona que no parpadeaba. No me di cuenta en un principio que sentía una cierta tensión a pesar de que ni el contenido ni la situación lo justificaban. Mis propios ojos parecían irritarse, no podía descansar la mirada ya que lo enfocaba fijo, no me relajaba. Luego sí, percibí que el hombre mantenía los ojos bien abiertos sin ese aleteo mínimo que me obligaba a hacer lo mismo.
Se habla de tasa de parpadeo, que varía con la atención que prestamos a determinada actividad. Por ejemplo, al leer, esa tasa disminuye, y parpadeamos menos, lo que nos seca los ojos y nos cansa.
Estos datos los obtuve en alguna página de Google, el famoso buscador, que es una fuente de consulta inestimable.
Tanto lo es que en un número reciente de una revista dominical, en una entrevista que le hacen a dramaturgos, tres veteranos y una joven exitosa, ésta última dice que se inspira para escribir sus obras de teatro en Google y Wikipedia. Me llamó la atención este asunto de que el canal es el mensaje, esa frase de hace décadas de Marshall McLuhan, con la que creo que tiene que ver. Es extraño. Como si alguien me dijera que decide viajar porque tiene ganas de comprar un pasaje. Para mí era al revés. Suponía que Google o Wikipedia eran instrumentos para orientarse en una búsqueda que no termina en ellos sino en un puerto de contenidos que son textos, autores, imágenes, videos, etcétera. Los restantes dramaturgos veteranos, miembros de la vieja escuela, no descartaban que leían obras de otros autores, Shakespeare o Tennessee Williams, y que la actividad literaria incluía la lectura de colegas históricos o contemporáneos. Pero la vida cambió, la juventud es otra, todo es diferente, aunque parezca lo mismo.
El cuento de la burguesía nacional. Para confirmar estos cambios podemos referirnos a la política. Hay un cambio de escenario desde el momento en que la Presidenta se enfermó y luego se curó. Se toman medidas nuevas, hay otro tono, se entablan negociaciones con interlocutores antes despreciados o ignorados, y se intenta renovar la agenda política luego de las últimas elecciones.
Muchos dicen que el relato se hizo trizas. Que lo que el Gobierno siempre dijo lo da vuelta con los hechos. Que nadie les cree, que es una vergüenza, una infamia, que todo es una maniobra en la que no hay convencimiento ninguno.
Los órganos oficialistas, por su parte, sostienen que en la política hay fases, que existen las condiciones objetivas y la fuerza de los hechos, y que a veces hay que modificar un poco el rumbo para arribar siempre al mismo destino, es decir, a un país con crecimiento e inclusión integrado a la patria grande.
Casi toda la discusión se centra, por el momento, en el problema de la energía. Algunos periodistas afines al kirchnerismo reconocen que se pudieron haber cometido errores en estos años cuando ante la caída de la producción en las zonas cedidas a Repsol, se introdujo un nuevo socio argentino que pagaría su parte con los dividendos futuros. Error bien intencionado, dice Mario Wainfeld, porque el ex presidente Néstor Kirchner aún creía en la burguesía nacional.
Fue una lástima, entonces, que una vez más la burguesía nacional nos haya decepcionado, una vez más en más de medio siglo, porque este asunto de la burguesía nacional ya me la contaban con detalles los hermanos Viñas cuando intentaba, de adolescente, ser un militante de movimientos de liberación nacional en la década del 60. Y ahora, ¿qué le digo a mi nieto? No le puedo decir lo mismo que me dijeron hace cincuenta años, ni le puedo pedir que lea a Wainfeld en Página/12, no puedo ser tan cruel, no lo puedo condenar a digerir restos de sociología marxista, tampoco le voy a contar que no hay petróleo, que aumenta la nafta, que hay una vaca muerta que la burguesía nacional no se la quiere apropiar y que decepcionó a un ex presidente que no es Arturo Frondizi, esta vez, sino otro en un nuevo milenio o que nada aconteció en el mundo desde Nikita Kruschev a Vladimir Putin.
Mi nieto tiene un año y ya dice “agua”, así que no es ningún gil para venirle con ese asunto de alianza de clases.
Jueces, pastores o médicos. El problema es que el periodismo no es lo que era antes. Desde que la información es parte de un espectáculo, el periodista se ha convertido en un personaje de ficción que cumple labores actorales. Y no sólo lo hace en los medios audiovisuales sino en el gráfico también. En la década del 90, en la que estallan los medios con el cable que multiplicó por decenas las señales, hasta la difusión del modelo CNN, el periodista dejó de ser un detective para convertirse en un juez, un pastor o un médico. Durante el menemismo ese rol moralizador que se declaraba receptor de la indignación de la gente, o representante del pueblo ante un poder indiferente y corrupto, hizo de varios comunicadores referentes de gran prestigio.
Pero desde que “Clarín miente”, este nuevo descubrimiento modificó los parámetros con los que se interpreta el arte de la noticia. El periodista detective de larga tradición que culmina echando a un presidente en Watergate, luego convertido en moralizador frente a una política sucia, desde el momento en que se ha descubierto el universo de la mentira, no tiene otra posibilidad que la de ser un periodista vendedor.
Se trata de vender una noticia. Para eso, como en toda actividad de mercado, es necesario mostrar todas las ventajas del producto y disimular en lo que se pueda sus fallas. Por eso se puede hablar de ausencia de burguesía nacional mediante el oxímoron de un defecto virtuoso en lugar de negociado entre partes.
Este nuevo paradigma comunicativo alteró el sitial de los protagonistas. Hoy los que cuentan son los opinólogos. Nada hay de sorprendente en que así suceda. Si el informante miente, quien opina nada debe disimular ya que no hace más que transmitir su parecer del modo mejor argumentado posible. Es decir que dice lo que le parece sin invocar una verdad imparcial y objetiva que, de acuerdo a la versión sobre la calidad informativa de Jorge Lanata, mantiene toda su vigencia porque da cuenta de la irrefutabilidad de los hechos.
La obligación de pensar. Pero, lamentablemente, no existen los hechos, sólo existen las relaciones. Por eso tantos se quejan de que se toman sus palabras fuera de contexto. La “descontextualización” es el salvoconducto que emplea el denunciado o difamado, que señala esta falacia llamada “hechos” y que el opinólogo es quien se toma el trabajo de ponerlos en relación.
La opinología es antiplatónica, por lo que no busca la verdad ya que la concibe como una construcción plural y temporal. El valor de su tarea reside en concitar el interés del lector, oyente o espectador. La opinión, de no ser verdadera, puede resultar interesante.
De ahí que el espíritu de sospecha debe dirigirse en forma prioritaria al periodismo de investigación y al comunicador de noticias que dicen mostrar los hechos en bruto. Son ellos los especialistas en descontextualización. Frente a la dispersión mediática y a la oferta incansable en términos de verdad o falsedad, la consecuencia es la de creer en los que nos dicen o pensar.
Creer en la palabra de otro ya no es una cuestión de fe sino de conveniencia enmascarada en el placebo de una ideología. Pensar se convierte, por este motivo, en una obligación si no se quiere mentirse a sí mismo a pesar del sosiego que ofrece. O lo que es lo mismo: resistir a las bajadas de línea.
Esta nueva escena mediática nos exige un estado de permanente atención y alerta. Ya no corren los tiempos en que se escuchaba el Rotativo del Aire de radio Rivadavia mientras uno se afeitaba o abría el vespertino La Razón frente a un vaso de fernet. Se ha perdido la inocencia, ya ni siquiera podemos pestañear a riesgo de que nos metan el perro o nos pongan knock out.
Es lo que dijo el joven Muhammad Alí cuando retuvo su corona ante Sonny Liston en el primer round con su golpe fantasma: “Conmigo no se pestañea… parpadeó y le metí un cross”
*Filósofo. www.tomasabraham.com.ar