La semana que pasó tuvo, entre sus notas destacadas, movilizaciones convocadas por corrientes políticas antagónicas cuyo epicentro fue el Palacio de Tribunales de la ciudad autónoma de Buenos Aires, donde tiene asiento la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Una de esas movilizaciones (1F), fue convocada por sectores del oficialismo bajo la consigna de repudiar la actual composición de la Corte Suprema de Justicia Nación. La otra (3F), fue convocada por sectores de la oposición con el objetivo de manifestar su apoyo a la actual composición de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Lo curioso es que, en ambas movilizaciones, podían leerse pancartas que reclamaban “la independencia del Poder Judicial”.
Esa mentada independencia es un presupuesto del sistema republicano –adoptado por nuestra Constitución Nacional en su Art. 1°–, y se orienta a garantizar lo habitualmente se denomina como “divisiones de poderes”, cuya finalidad es evitar la concentración del poder, imprimiendo equilibrio y el control mutuo entre los poderes del Estado, delimitando el ámbito de competencia y funciones de cada uno de ellos.
Persiguiendo ese noble objetivo, el Art. 110 de la Constitución Nacional le reservó a los integrantes del Poder Judicial dos privilegios: la intangibilidad en sus remuneraciones y la inamovilidad en sus funciones, mientras dure su buena conducta.
Decimos privilegios, ya que no se trata de una prerrogativa de la que no goza ningún otro funcionario público electo por la voluntad popular, ni mucho menos los demás ciudadanos de la República. Esto es así, ya que para los demás funcionarios públicos, impera el sano principio republicano de periodicidad y alternancia en el ejercicio de sus mandatos, porque para nuestra Constitución no existen mandatos vitalicios, con excepción de los del Poder Judicial. Tampoco ningún otro ciudadano de la República tiene garantizada constitucionalmente la intangibilidad de su salario, el cual siempre está expuesto a condiciones de mercado. Por lo tanto, al ser esas prerrogativas reservadas por la Constitución Nacional a los miembros del Poder Judicial una excepción a la cual no pueden acceder los demás ciudadanos en un plano de igualdad ante la ley, debe entenderse que se trata de un privilegio y no de un derecho.
Ahora bien, vale preguntarse si ese privilegio constitucional que garantiza a los miembros del Poder Judicial la tranquilidad política de que no serán removidos de sus cargos al antojo y necesidad del poder político de turno y la tranquilidad económica de percibir remuneraciones vitalicias que alcanzan para cubrir sobradamente todas sus necesidades (y más), le ha servido a la sociedad para confirmar una verdadera independencia del Poder Judicial respecto del poder político, de los poderes económicos y financieros, de la presión mediática, de los intereses corporativos e, incluso, de la propia (y natural) ideología de los magistrados al momento de aplicar imparcialmente la ley.
Algo de esto ya había sido motivo de observación por Alexis de Tocqueville, allá por 1835, al tiempo de publicar su célebre obra ‘La Democracia en América’. Allí el citado autor advertía que “se requiere que los jueces sean inamovibles para que sean libres, pero de nada sirve que no se les pueda quitar su independencia, si ellos la sacrifican voluntariamente”.
Es decir que, como señala Tocqueville, el problema no está en la norma sino en la conducta de las personas. Sabido es que la norma más perfecta se desvanece de manera iridiscente ante la inconducta de quien debe respetarla y hacerla respetar.
Es legítimo, entonces, que gran parte de la sociedad dirija críticas acerbas sobre la conducta de los integrantes del Poder Judicial (muchas veces cayendo en generalizaciones injustas, e incluso absurdas) y se interpele acerca de la necesidad de seguir manteniendo los privilegios de un sistema público de administración de justicia (al cual se visibiliza como una especie de casta burocrática), el cual, muchas veces, da la sensación de ser extremada sensible a las necesidades de opacos intereses vinculados a factores de poder y grupos de presión.
En razón de ello, cuando los propios miembros del servicio público de administración de justicia son quienes abdican voluntariamente el escudo de independencia que la Constitución les brinda para administrar justicia, no pueden luego exigir defensa por parte de la sociedad, ya que es una misión liminar del Poder Judicial defender su independencia por derecho propio. No solo con declamaciones de salón, en escritos académicos o comunicados institucionales, sino fundamentalmente en su acción cotidiana, ejerciendo con dignidad republicana su función constitucional, removiendo obstáculos que impidan el acceso ciudadano a la administración de justicia y actuando con transparencia, profesionalismo, empatía y sensibilidad para comprender el drama humano de aquellas personas que llegan a los tribunales buscando Justicia.
La desconfianza ciudadana en las instituciones judiciales es un problema grave para la consolidación de una sociedad democrática. Donde no hay confianza en la administración de justicia, se destruye el imperio de la ley, reina la tendencia a la anarquía y se impone la percepción de que siempre ganará quien mayor poder concentre. Quebrando así el principio de igualdad ante la ley y sometido la libertad a la ley del más fuerte.
Del Poder Judicial entonces depende, exclusivamente, defender su independencia, recuperar el prestigio perdido y ganar nuevamente el respeto de la sociedad, sobre la cual debe administrar justicia. De la sociedad depende, exclusivamente, saber exigírselo.
Rodrigo Ernesto López Tais es abogado y docente