El Covid-19 nos empujó a navegar sin luces en una situación de excepcional incertidumbre. La emergencia dejó al descubierto que no había plan de emergencia. Hubo que improvisar, con urgencia y sobre la marcha, una serie de acciones tendientes a la prevención y control de daños. El desafío fue inédito. No había formulaciones epistémicas ni evidencias empíricas que ofrecieran referencia orientativa alguna. Esa situación excepcional confería una sola certeza: la pandemia no discriminaba ni reparaba en clases sociales, capacidad económica, edad, género, nacionalidad, orientación sexual, preferencias religiosas, políticas o culturales. De repente, la pandemia, nos puso a todos en pie de igualdad frente a la tragedia.
El escenario excepcional le exigía a la autoridad estatal producir respuestas que permitieran instrumentar y articular rápidamente políticas de sanidad pública, tendientes a garantizar “el bienestar general” y amortiguar el impacto de la pandemia.
El 11 de marzo de 2020 Tedros Adhanom Ghebreyesus, director General de la Organización Mundial de la Salud, anunciaba al mundo que “el Covid-19 puede ser caracterizado como una pandemia”. Se abrió allí, a los ojos de todos, un escenario universal absolutamente imprevisto. Lo cual desencadenó una tensión creciente entre el deber estatal de proveer protección y seguridad sanitaria de la ciudadanía y el derecho de los ciudadanos de poder ejercer regularmente sus libertades civiles y sus derechos individuales. En el caso de nuestro país ese deber estatal de protección de la salud –en su doble carácter de derecho individual y derecho colectivo–, deriva de la correcta intelección entre lo estipulado en el mandato preambular de la CN que ordena “promover el bienestar general” y las disposiciones convencionales encordeladas a nuestro orden constitucional por vía del Art. 75 inc. 22 de la CN “en las condiciones de su vigencia”.
Fue entonces en ese contexto de crisis sanitaria a escala global y bajo el deber convencional y constitucional de proteger la salud como derecho individual y colectivo de los ciudadanos, en el cual la autoridad estatal –en sus distintos niveles (local, provincial y federal) y en sus diversos ámbitos competencia– fue adoptando medidas que impusieron fuertes restricciones a las libertades civiles y derechos individuales de los ciudadanos. Ejerciendo con una intensidad inusitada el poder de policía que la CN le brinda como instrumento legal para abordar situaciones de emergencia.
Excepcionalidad y legalidad.
Esas medidas excepcionales adoptadas por la autoridad estatal, en los albores de la pandemia contaron con un grado más o menos sostenido de consenso por parte de la ciudadanía, como consecuencia del temor que provoca lo inesperado. La ausencia de seguridades suele llevarnos a ceder libertades.
De tal forma, si bien por un lado se mantenía cierta base consensual en torno a que la excepcionalidad y gravedad de la situación ameritaba la adopción de medidas de emergencia –que implicaban restricciones al ejercicio regular de derechos individuales y libertades civiles–, por otra parte, se comenzaba a poner en el plano del debate público los alcances del deber del Estado de administrar razonablemente las derivaciones de esa restricción temporal de derechos individuales y libertades civiles. Evitando que, so pretexto de la crisis pandémica, se habilitaran prácticas arbitrarias, abusivas o fuera de la ley que tornasen ilegítimas e ilegales esas medidas excepcionales. En vista de ello –ya que este debate se reproducía a escala global y, particularmente, regional– la Comisión Interamericana de Derechos Humanos emitió la recomendación 1/2020, indicándole a los Estados que debían “asegurar que toda restricción o limitación que se imponga a los derechos humanos con la finalidad de protección de la salud en el marco de la pandemia Covid-19 cumpla con los requisitos establecidos por el derecho internacional de los derechos humanos. En particular, dichas restricciones deben cumplir con el principio de legalidad, ser necesarias en una sociedad democrática y, por ende, resultar estrictamente proporcionales para atender la finalidad legítima de proteger la salud”.
Es decir que las medidas excepcionales adoptadas por la autoridad estatal en ejercicio del poder de policía en el marco de la emergencia sanitaria, no podían eludir el test de constitucionalidad. Debiendo la autoridad estatal acreditar en el caso concreto la razonabilidad, proporcionalidad, necesariedad, legalidad y legitimidad de las medidas que restringiesen derechos y libertades, más allá de la mera invocación de la situación pandémica.
El derecho penal como política sanitaria.
En ese contexto el Poder Ejecutivo Nacional, fundándose en las facultades de poder de policía conferidas por la CN y las obligaciones derivadas del deber de promover el bienestar general, dictó el Decreto de Necesidad y Urgencia (en adelante, DNU) 297/2020. Mediante dicho DNU (y sus respectivas prórrogas) se dispuso el “aislamiento social, preventivo y obligatorio” (en adelante, Aspo) en todo el territorio nacional. Se estableció un confinamiento doméstico de los ciudadanos y se acudió a la amenaza penal como dispositivo coercitivo de disciplinamiento social.
El correr del tiempo no traía certezas, sino que todo parecía oscurecerse bajo las sombras de la incertidumbre. La curva de contagios escalaba en progresión geométrica. El reporte diario de muertos ascendía verticalmente. A la crisis sanitaria se añadía una agudización de la crisis económica. Lo que era habitual pasó a ser excepcional. Lo que era excepcional pasó a formar parte de la “nueva normalidad”. El aislamiento comenzó a hacer mella en los núcleos familiares. Hastío, angustia y ansiedad formaban una combinación letal que lesionaba a todos por igual. La sociedad parecía inmersa en el paisaje de una novela distópica.
Esto dio lugar a un progresivo e indetenible resquebrajamiento del consenso inicial que habían tenido las medidas de confinamiento. Frente al malestar social y al agravamiento de la crisis sanitaria y económica, la autoridad estatal declinó profundizar la línea de persuasión política para sostener la legitimidad del Aspo, a la par que intensificó la línea de amenaza coercitiva para asegurar el disciplinamiento social. Ello, consecuentemente, habilitó la radicalización de la acción policíaca “preventiva” y la persecución penal a potenciales infractores, multiplicando por miles –en un breve lapso– la cantidad de ciudadanos sometidos a proceso penal por infringir el Aspo.
La solución adoptada por el PEN había traído nuevos problemas. Algunos de carácter instrumental. Otros de orden constitucional. Entre los problemas instrumentales podían verificarse aquellos derivados del endurecimiento punitivo como respuesta estatal al desborde de la pandemia. En línea con ello, la criminalización de la pandemia vino a demostrar –una vez más– lo inconducente de intentar afrontar una crisis social desde la pretensión punitiva de persecución penal. Revelándose como más atinado, en tiempos de dificultad, persistir en la persuasión “política” antes de recurrir a la amenaza de coerción estatal como respuesta invariable frente al conflicto social. Quedó demostrado empíricamente que la criminalización de la pandemia no fue la medida más efectiva para evitar el colapso del sistema sanitario, pero sí fue muy eficaz para poner al borde del colapso al sistema penal.
Lo expuesto hasta aquí nos permite vislumbrar que los problemas de orden constitucional derivados del dictado del DNU 297/2020, no se pueden enmendar sino a riesgo sentar un precedente de preocupante gravedad institucional. En tanto que implicaría consentir la expansión del derecho penal mediante procedimientos no autorizados por nuestro sistema constitucional.
Colofón.
Si bien es indudable que la pandemia nos ha expuesto a circunstancias históricas excepcionales, no es menos cierto que hace a una obligación cívica de los ciudadanos impedir cualquier intento de afianzamiento de un “estado de excepción”, que saltándose procedimientos constitucionales, propenda estimular un poder punitivo en expansión.
La historia enseña el riesgo que implica abordar problemas de carácter “político” con el Código Penal. Razón por la cual podríamos entender que la máxima de Cicerón, establecida como primer principio del derecho público romano –“Ollis salus populi suprema lex esto”– comprende no solo obligación de garantizar el bienestar general, sino también la “buena salud” de los derechos y garantías individuales de los ciudadanos. Motivo suficiente para desalentar cualquier iniciativa que pretenda solucionar con el derecho penal un problema que involucra a la salud “política” de toda la comunidad.
Rodrigo López Tais es abogado y docente
Versión de un artículo publicado en la revista de la Facultad de Derecho de la UCC.