El 22 de diciembre de 1955 el comodoro Medardo Gallardo Valdez asumió como interventor federal de la provincia de Córdoba por expreso encargo del presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu, uno de los líderes de la Revolución Libertadora que había derrocado a Juan Domingo Perón a mediados de septiembre de aquel año.
Gallardo Valdés, sanjuanino de origen, era un antiperonista convencido que no tenía vínculos políticos previos con la provincia que ahora debía administrar. Pero esto no significaba que no tuviera muñeca para la rosca, conforme el argot contemporáneo.
Como bien señala el doctor César Tcach, el nuevo interventor supo arreglárselas para forjar un gobierno basado en un compromiso multipartidario entre las fuerzas que habían apoyado la revolución (en rigor, absolutamente todas menos el justicialismo), la asignación de un rol clave al radicalismo dentro de la administración y la mantención del predominio católico en áreas que estos sectores ya contralaban antes de su arribo a la provincia. Aunque el experimento no duró mucho debido, en buena parte, a la propia heterogeneidad de aquel pacto propiciado desde el poder, Gallardo Valdez pudo entregarle los atributos del mando al radical Arturo Zanichelli, su sucesor constitucional, en mayo de 1958 sin mayores contratiempos.
Durante el tiempo que duró su gobierno, nadie habría sospechado que el representante de Aramburu había servido previa y decisivamente tanto al presidente Perón como a la provincia que conducía, no obstante que sin saberlo y por vías indirectas.
Diez años atrás, cuando por entonces era Mayor de la recientemente creada Fuerza Aérea Argentina, Gallardo Valdez maldecía en la soledad de una habitación dentro de un hotel sin boato.
¾ ¿Copenhague? ¿Qué carajos es esto?
Había releído por décima vez el telegrama que tenía entre manos. No lo podía creer. ¿Por qué el brigadier De la Colina le fallaba de esta forma? Había llegado a Suecia en julio de 1947 sólo para asumir, en teoría y en las siguientes semanas, como agregado aeronáutico en la embajada argentina en Moscú, un destino que le interesaba profesionalmente y por el que había decidido permanecer en servicio activo.
Pero lo que debía ser una simple escala se había transformado en una espera de meses. Todavía recordaba haber recibido, apenas descendido del avión en Estocolmo, otro telegrama también desconcertante: “Espere órdenes”. Así, sin más. Y allí había estado aguardando, aburriéndose a morir, hasta que ahora aparecía otro papel que le ordenaba marchar a Dinamarca para una “misión secreta a desempeñar con el señor Cónsul Eleazar Mouret allí acreditado”. De Moscú ni noticias. A la mañana siguiente partió hacia su nuevo destino con una mezcla de bronca y fastidio.
En Copenhague lo esperaban Mouret y el Cónsul General Carlos Piñeyro, quienes se mostraron esquivos en comentarle la misión que debía desempeñar. Solo le dijeron que debía escoltar a dos personas hasta Buenos Aires, los señores Pedro Matties y José María Choel. Le ordenaron que se dirigiese a ellos en inglés, no en español, y que procurara mantener el contacto al mínimo indispensable.
¾ ¿Y quienes son estas personas?
¾ Gente importante. El presidente quiere que lleguen sanas y salvas a la Argentina. Ocúpese de que ello ocurra. ¡Y hágalo discretamente!
¡Era el colmo! Tres meses sin hacer nada en Estocolmo y ahora debía de hacer de niñera de dos desconocidos durante un viaje de 14.000 kilómetros. Estaba furioso. Además, detestaba a Perón; cumplir un encargo para él le resultaba particularmente difícil.
Pero Gallardo Valdez era un militar y las órdenes no se desobedecían. El 15 de octubre se encontró con Matties y con Choel en el aeropuerto de Kastrup y abordaron el avión de la British South American Airways. El encuentro se limitó a estrecharse las manos y a decirles que, cualquier inconveniente, lo contactaran. Pese a que tenían pasaportes argentinos en regla era obvio que nunca habían estado en el país. Durante el tiempo que duró el vuelo a Buenos Aires no volvieron a hablarse. Se despidió de ellos tan pronto aterrizaron en el aeropuerto de Morón y, mientras un automóvil de la Fuerza Aérea lo conducía a su casa, volvió a preguntarse, como lo había hecho cientos de veces en las horas anteriores, por qué el gobierno peronista se había tomado tantas molestias con aquella gente.
Nadie lo premió por lo que había hecho. Por el contrario, lo enviaron a finales de año como agregado aeronáutico a Panamá donde, según sus propios lamentos, “no existían ni ejército ni aviación militar”. No era otra cosa que un castigo impuesto por el régimen. Esto lo llevó a solicitar su retiro en 1950, un lugar desde donde había sido rescatado por los revolucionarios cinco años después.
Solo con el tiempo supo que el señor Matties que había escoltado desde Dinamarca era, en realidad, el célebre diseñador aeronáutico Kurt Tank y que el tal Choel no era otro que Jurgern Naumann, su alter ego. Ambos se habían fugado de la zona de ocupación británica en Alemania gracias a las intrigas argentinas. Tank había traído consigo la maqueta y los microfilmes del caza a reacción Ta183, un proyecto que había desarrollado para el Tercer Reich en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial y que serviría de base para la construcción del Pulqui II en la Fábrica Militar de Aviones de Córdoba, el que sería el primer jet latinoamericano y octavo en ser producido en el mundo.
Probablemente a su pesar, Gallardo Valdez no pudo hacerle saber nunca a Tank de lo desagradable que le había resultado aquella misión. En enero de 1956 el alemán ya había partido hacia la India con parte de su equipo para hacerse cargo de un nuevo proyecto aeronáutico para el ascendente primer ministro Jawaharlal Nehru. Una lástima. Le hubiera gustado reprenderlo desde su nueva condición de hombre fuerte de la provincia aunque, pensándolo bien, Tank había hecho mucho más por Córdoba y su industria que lo que podría hacer, en adelante, su propia intervención y la revolución que representaba. No dejaba de ser una auténtica paradoja legada por el peronismo que tanto aborrecía.
(*) Lic. en Ciencia Política y escritor.