En Argentina, desde hace varias décadas, el sector privado se ve reducido y expoliado. Como contra partida, el sector público ha crecido de manera inversamente proporcional. Esto se debe, en parte, a que los incentivos de los gobiernos difieren de los del sector privado.
El sector privado se debe a la competencia y a mantener los costes de operaciones al mínimo, la actividad debe ser rentable o no sobrevivirá. Por el contrario, el Estado crece a pesar de no ser rentable, el PBI cae desde hace 12 años, la inflación es creciente desde hace 19 años y el déficit fiscal es acumulado desde hace 60 años.
El Estado puede hacer las cosas muy mal en términos de eficiencia económica al ser un ente coactivo cuyo incentivo es la opinión pública. Solo si el gobierno tiene éxito en generar una buena impresión en el público general será legitimado para hacer o deshacer prácticamente cualquier cosa.
La opinión pública se debe a determinadas ideas sobre la justicia, concepto que ha sido modificado con el tiempo gracias a la participación activa del Estado en medios de comunicación y en el sistema educativo.
Generaciones tras generaciones han sido corrompidas intelectualmente bajo la propaganda política que vincula un Estado fuerte con el bienestar. Sin embargo, éste no puede ser conseguido sin un sector privado fuerte y sin que los gobernantes tengan consecuencias por sus actos. La opinión pública no es una buena guía como incentivo si no se tiene responsabilidad por las consecuencias de sus actos.
¿Cuáles han sido las consecuencias de emitir sin límites o de tomar deuda, de destruir las cajas internas (por ejemplo ANSES.), o por el déficit fiscal sostenido? La responsabilidad funcional en Argentina no existe y las políticas estatales nos llevaron a tener más de la mitad de la población dependiente de “cheques del Estado” y sumergidos en la pobreza.
Todas estas medidas han sido ‘pan para hoy y hambre para mañana’, valorando más la opinión pública inmediata, para ganar elecciones, que el bienestar general a mediano y largo plazo. El ejemplo más claro es la inflación. M. Friedman decía: “Es probable que ningún gobierno esté dispuesto a aceptar que es responsable de la inflación”, y comparaba la inflación con el alcohol: “Cuando un alcohólico empieza a beber, los efectos buenos vienen primero, solo los malos se presentan al día siguiente”.
El Estado gigante. Cuando un país imprime dinero, los efectos iniciales parecen buenos. La cantidad de dinero más alta permite que más gente (incluso el Estado) tenga acceso a él para gastar más sin que ninguna persona tenga que reducir sus gastos. Hay más trabajo, la actividad económica se anima y al principio todo el mundo es feliz. Pero entonces el mayor gasto genera un aumento de los precios, los trabajadores se dan cuenta de que, aunque tienen más billetes en el bolsillo, este dinero alcanza para adquirir cada vez menos bienes. Para los empresarios, aumentan los costos por lo que más ventas no se traducen en más beneficios a menos que ellos aumenten los precios.
Otro claro ejemplo son los excesivos nombramientos de empleados públicos que se incrementan gobierno tras gobierno. En el sector público se trabaja, por lo general, menos horas; se tienen sueldos similares (o mejores) a los empleos del sector privado; se goza de estabilidad laboral aun cuando sea un pésimo empleado; sus salarios no dependen de la productividad y gozan de licencias mayores y mejores.
Los nombramientos de empleados estatales no dependen de los márgenes de ganancias; el Estado crece pese a no ser rentable trasladando los costos al sector privado mediante impuestos. Por su parte, los incentivos para producir en el sector privado son prácticamente inexistentes.
La evidencia empírica nos muestra que los países y las provincias más pobres no poseen un sector privado fuerte, los individuos dependen del Estado siendo grupos privilegiados los empleados públicos jerárquicos mientras que el resto de la población apenas subsiste.
“Es difícil imaginar una manera más estúpida o peligrosa para tomar decisiones que la de ponerlas en manos de personas que no pagan el precio por equivocarse”, decía Thomas Sowell.
Abogado y escribano.
Magister en Derecho y Argumentación Jurídica.