Cuentan que un gringo de mi zona, en el este cordobés, llamó por teléfono a su hijo que vivía en Canadá. Le preguntó por el clima y el muchacho le dijo que allá llovía. El gringo le contestó: “Acá también… se ve que es generalizado...”. La risa que inmediatamente nos provoca, nos la tenemos que tragar hoy. Un evento efectivamente se ha generalizado, provocándonos una sensación de inseguridad en todos los ámbitos de nuestra vida.
En la crisis de la pandemia eclosionan tensiones previas a ella, entre las instituciones previstas para la seguridad. El choque entre derechos y fuerzas de seguridad nos hicieron preguntarnos sobre el Estado, sus imposiciones, la fuerza policial, sus límites, etc.
us límites, etc. En medio de la pandemia y por delitos de la propia policía, está en cuestión el rol mismo de las fuerzas de seguridad, no sólo aquí sino también en otros países. Al mismo tiempo se mu lt ipl ic a n las exigencias públicas a la policía y la demanda de su presencia.
Ese temor ante la inseguridad fue la clave que notables pensadores utilizaron para justificar el origen del Estado moderno, sus intervenciones y los derechos que allí surgieron. Asimismo, la noción de ‘excepción’ fue tomada por muchos como la propiedad del soberano que generaba esas normas: las determinaba eximiéndose de su alcance y definiendo quiénes quedaban fuera de su protección.
Al final de su mandato, Blair dijo lo que no podía decir antes: la gente quiere cosas contradictorias. Es una advertencia, más allá de nuestra posición ideológica: debemos formular coherentemente intenciones, dispositivos y efectos previsibles. Para ello sirve la noción de ‘habilitación’: debemos revisar qué acciones de las fuerzas de seguridad se han visto habilitadas (o inhabilitadas) por las palabras y gestos de los actores sociales relevantes: Poder Ejecutivo, medios de comunicación, opinión pública.
Si revisamos la historia reciente podemos asociar qué dijeron esos actores sobre el conflicto social, la mano dura, etc., y cómo reaccionaron las fuerzas policiales en cada ocasión. Pero también qué dijeron los diversos sectores respecto del ejercicio legítimo del poder que con buenas razones prohíba o limite acciones. Y cómo fueron tomadas esas limitaciones en cada caso. Es riesgoso repudiar en los adversarios lo que elogiamos a los nuestros.
Por interesante que sea la teoría de la excepción, no vale en democracia, ni siquiera durante una pandemia. Una situación excepcional no es sinónimo de estado de excepción. La regulación legítima del ejercicio de derechos no es sinónimo de su eliminación.
En este sentido, las críticas (de diversos orígenes) a la biopolítica son un arma de doble filo: si queremos preservar nuestra vida y la de nuestros seres queridos más vulnerables, se precisan a menudo decisiones fuertes, aunque no ilegítimas. El riesgo es su aplicación y los dispositivos públicos que se empleen, como las instituciones de seguridad y la policía.
Si pensamos coherentemente qué habilitan los discursos públicos y las responsabilidades de cada actor social, no sólo vemos la necesidad de reconstruir el lenguaje y cuidar nuestras opiniones. También es imperioso revisar la formación de quienes serán esos agentes de seguridad. Foucault recuerda que en Europa hubo una “ciencia de la policía” (Polizeiwissenschaft), que incluía cuestiones como salud pública y control urbano. Posiblemente reaccionemos negativamente ante ese tipo de controles. Por eso se impone la coherencia entre lo que queremos, las acciones necesarias y los efectos previsibles. Y en medio de todo esto, analizar las palabras que escucharán quienes serán parte de esa institución. Y preguntarnos por la responsabilidad de cada quien en todo el asunto.
Diego Fonti es doctor en Filosofía e investigador del Conicet