Quienes vivimos en barrios abiertos estamos asistiendo a una creciente –¿estacional?– ola de robos domiciliarios. Posiblemente esta crónica represente no solo al sector donde vivo, en el noroeste de la ciudad muy cerca de la Costanera y próximo al Estadio Kempes, sino a múltiples barriadas de Córdoba Capital.
Resido aquí hace 22 años. Salvo algunas excepciones, nos habíamos acostumbrado al arrebato en la calle de celulares, carteras o mochilas. Incorporamos hábitos y artilugios para enfrentar esas situaciones. Más que lamentarnos por lo que perdíamos, valorábamos que no nos sucediera “algo más grave”, como solemos decir después de padecer un hecho de inseguridad. Lo que cuento no implica que no hayan existido asaltos violentos. Simplemente describo los fenómenos más recurrentes.
En octubre, al vecino del frente de mi casa intentaron robarle el auto. Le pegaron, pero cuando vieron que en el interior del vehículo había dos personas grandes, se fueron. Días después su esposa la pasó peor. La atacaron con un elemento contundente –no logró ver si era un palo– y se llevaron lo poco que tenía en la mano, dejándole moretones en los brazos y la cabeza.
Estos episodios tan cercanos nos pusieron en alerta, pero pensamos que era más de lo mismo. Vivimos en una calle que tiene una especie de tobogán que baja al río y una vez que el ladrón se apropia de algo, se escabulle fácilmente por esa pendiente y desaparece. A unas cuadras hay una escalera (¡sí, una escalera!) que termina en el río. Una vecina dice y repite: “Yo veo cómo bajan con las ruedas de los autos y objetos robados”.
Seguramente en otros sectores de la ciudad acuciados por la inseguridad hay una topografía o condiciones que favorecen el escape de los delincuentes.
En diciembre algo cambió: a una seguidilla de robos de neumáticos le sucedió una epidemia de vidrios de autos reventados para sacar lo que había en el interior. El fenómeno comenzó a adquirir otro nivel de violencia que siguió acrecentándose. El siguiente cuadro de la película mostró que los ladrones se animaron a entrar a las viviendas. Abrieron o levantaron portones. Las casas más vulnerables fueron/son las que no están enrejadas. Todo, en cuestión de semanas.
A la casa que está pegada a la mía entraron dos noches seguidas, la segunda con sus moradores adentro. A los pocos días, exactamente lo mismo vivió una familia, pero de otra esquina. No voy a enumerar todos los hechos. Para muestra, un botón. La certeza es que a todos nos tocará un día, solo es cuestión de tiempo. Hay miedo, mucho miedo.
En el fragor de esta ola de inseguridad surgió algo positivo: una inusitada y veloz organización vecinal. Nos unió el espanto, quizás. La mejor cara de la emergencia y el miedo es la solidaridad con el otro, el que vive al lado o al frente. Comenzó a funcionar asiduamente el grupo de WhatsApp unido a la Policía Barrial, se implementó el sistema de alarma comunitaria sobre la base de un nuevo registro de comunicación interpersonal. Hubo una reunión con autoridades policiales del distrito y funcionarios/asesores de la Secretaría de Seguridad. Las autoridades electas del Centro Vecinal se involucraron y sumaron a sus reclamos, lo que estaba sucediendo. El CPC tomó nota y desmalezó la Costanera. Prometieron que mañana removerán la famosa escalera que sirve de escape a la delincuencia.
Algo cambia pero no es suficiente.
La Policía de Córdoba es la responsable de prevenir. Y la Justicia de la Provincia, de investigar. Si no se frena esta escalada, la violencia crecerá. No queremos un muerto. No queremos recibir violencia, ni hacer justicia por mano propia, un riesgo al que, increíblemente, algunos están dispuestos y que nos coloca a todos ante consecuencias indeseables.
Algunas reflexiones.
Son útiles los grupos de WhatsApp de vecinos y Policía Barrial, pero no hay devolución al alerta. A veces parece que caen en saco roto. Los móviles policiales acuden –con mayor o menor premura, según el caso– cuando anoticiamos un robo, pero llegan después de que se perpetró el delito.
Hay un domo policial en una de las esquinas usadas para la fuga de quienes tienen a maltraer al barrio. ¿Está operativo? ¿Aporta información a la Policía? Es una de las herramientas que se podría usar para obtener datos sobre qué sucede en las horas en que los vecinos denuncian los robos. Con ellos podría anticiparse, pero eso no sucede.
Soy periodista en temas judiciales. La experiencia indica que las fiscalías donde recaen las denuncias están abarrotadas de causas. Solo avanzan las que tienen presos (hechos muy graves). El resto, nada. No hay comisionados. Cada policía adscripto a una fiscalía deja la tarea operativa. No hay personal para investigar robos, como los que se describen en esta crónica.
Siete de cada 10 denuncias que tienen en sus escritorios los fiscales son hechos en flagrancia. El fiscal general, Juan Manuel Delgado, anunció en mayo del año pasado a PERFIL CÓRDOBA un proyecto para crear un fuero especial de flagrancia. La concreción se demora. Las y los fiscales siguen ocupándose de todo: desde un mero hurto hasta el peor crimen, pasando por todas las variantes de una creciente violencia urbana. Si se desglosaran, se podría investigar mejor también los hechos ‘menores’, en los que no hay muertos.
Con este panorama la respuesta es clara: entre poco y nada se investigan los arrebatos y robos. Son el primer peldaño de una violencia mayor. Si no cambian algunas cosas, la ola seguirá imparable.