Me crucé de casualidad con la nota ‘Cómo evitan los y las deportistas que su retiro derive en un vacío existencial’ (de RED/ACCIÓN) y lamenté no haber contado cuando dejé mi actividad con algún acompañamiento para compartir y tramitar algunos momentos de sentirme muy perdida en esa transición. Me dediqué a la gimnasia rítmica de alto rendimiento desde mis 8 hasta mis 18 años, cuando mis sueños con el deporte se empezaron a debilitar y ya no encontraba la energía que hacía posible los esfuerzos diarios de la actividad. También era una edad de cierre de ciclo y quería empezar la etapa universitaria con mis pares, sin excepciones, sin ausencias.
Creo que los primeros años, después de dejar la gimnasia rítmica, sufrí principalmente por la pérdida de esa identidad que todo lo justificaba y que ejercía de patrón ordenador de las relaciones, de mi tiempo, de mis comidas, de mi ocio. Todavía puedo recordar la sensación de tener una potencia latente y no saber hacia dónde dirigirla. Percibía lo cotidiano como una suerte de trámite y me faltaba el asunto principal de mi día, aquello que le diera sentido a todo.
Más allá de este sentimiento de deriva y vacío –que supongo todos vivimos cuando dejamos una actividad tan estructurante– me gustaría desgranar algunas dinámicas propias del deporte que para mí fueron formativas, no tienen vigencia en otros ámbitos y que, con el tiempo, entendí que hace bien dejar atrás.
Así como en algún momento de la vida nos toca revisar las estrategias adaptativas de nuestra infancia, especialmente desplegadas en el ámbito familiar, quienes vivimos el deporte de alto rendimiento desde edades tempranas tenemos una capa más y tiene que ver con las tácticas que también debimos adoptar para desarrollarnos en ese entorno.
Voy a dejar de lado las herramientas que considero positivas como la disciplina, el compromiso, la concentración y la voluntad, porque percibo que ya cuentan con mucha prensa y reconocimiento. No son pocas, ni poca cosa, pero supongo que hay otras que están naturalizadas y que luego poco aportan, a mí entender, al bienestar personal posterior. En definitiva, a pasarla bien.
La primera pérdida y sensación de deriva llegó con la falta de la figura de la entrenadora, maestra o coach. No tanto por contar con alguien a quien admirar, sino por la pérdida de una persona que nos mire, nos desafíe, nos aliente y nos empuje a avanzar. Mi entrenadora supo peinarme, llevarme al médico y meterse en mi cabeza cuando la confianza tambaleaba. Pintó mis cintas, reparó mis mallas y me exigió lo imposible en cada entrenamiento. Probablemente es alguien que cree más en uno que uno mismo. Por ella yo podía sobrepasar las situaciones más difíciles, que tenían que ver con los torneos. Y también a quien uno se entrega porque parte de su rol es persistir ahí donde más duele, donde más molesta. Alguien que por momentos parece un oponente, con pizcas de algo casi paternal, con toda la densidad que esto conlleva, pero que en el alto rendimiento es un rol necesario.
Lo unidimensional y totalizante de la experiencia deportiva no deja mucho espacio para la exploración, todo se reduce al logro de una meta precisa. Y ese camino, que debe transcurrir cumpliendo año a año los logros esperados de acuerdo a la edad, puliendo nuestros movimientos, nuestra voluntad, nuestra fortaleza mental, nuestros sueños, requiere de esta figura.
Hoy, después de muchos años, creo que esa mirada de un otro que nos empuja a avanzar en algún sentido, aparece fragmentada en muchas personas, dependiendo del lugar y del momento en que nos encontremos. Pero ya no hay apuro y por suerte no tenemos bien claro hacia dónde nos dirigimos. Podemos darnos el lujo de abrir de nuevo la mirada, dejarnos llevar por un interés poco ambicioso y, de vez en cuando, lidiar con la incertidumbre de este rumbo más errático.
Otra idea propia del deporte de alto rendimiento, y que pienso se vive con más intensidad en los deportes que deben desarrollarse en edades tempranas, es la del compromiso máximo y exclusivo como único modo de lograr algo. Es una especie de recorte de la experiencia de vida, donde todo se valora de acuerdo a su contribución o no al desempeño deportivo. De más está aclarar la pobreza vital que puede traer seguir bajo este mantra.
Esta idea suena extraña, pero voy a intentar explicarla: es la ausencia como modo de estar. Quiero decir, generar vínculos que no esperan de nuestra presencia, que justifican nuestras formas particulares de compromiso y en los que circula también mucho de admiración. Pero lo cierto es que después, yo NO supe cómo estar. Y es doloroso. Lo social me resultaba agotador. Cuesta mucho salir de ese lugar como modo de relacionarse, para entrar en el terreno de la paridad y la vulnerabilidad que demanda la amistad, por ejemplo.
Por último, durante mucho tiempo pensé que los logros “importantes” siempre debían estar atravesados por el dolor físico y emocional. Y pude comprobar, después de bastante tiempo, que se pueden crear cosas alucinantes guiados por el deseo, el compromiso y la entrega, que estén por fuera de los récords sobrehumanos que plantea hoy el deporte de élite, pero, ¿son tan importantes los logros importantes?
Para finalizar, este relato no tiene ningún sustento teórico, es solo un registro personal de una vivencia que puede tener tantos matices como exdeportistas. De todos modos, creo que tener algún acompañamiento en el proceso de cierre de ciclo puede ayudar bastante a sentirnos menos extraterrestres.
Alejandra Unsain, gimnasta rítmica de élite. En representación del equipo nacional, logró medallas de oro y plata en finales por aparato en los Juegos Odesur, Venezuela (1994) y medallas de oro y bronce en los Juegos Panamericanos de Mar del Plata (1995). Fue campeona nacional (1996) y medalla de oro en finales por aparato en el torneo Sudamericano (Bolivia, 1996). Durante 1995 y 1996 logró el primer puntaje de las distintas representaciones argentinas en los torneos internacionales: Torneo 4 Continentes, El Cairo, Egipto; Torneo San Petersburgo, Rusia; Torneo Corbeil, Francia; Campeonato Mundial, Viena, Austria.