Mientras analizaba cartas de Juan Bautista Alberdi, David Viñas se detenía ante la simpática frase del alma máter de la Constitución, en un viaje por América Latina en 1855, “el tiempo de abyección de nuestras democracias de negros y mulatos”, y abría un hiato en De Sarmiento a Dios. Viajeros argentinos a USA, aclarando que a falta de “citas para corroborar la hipótesis”, se obligaba a “mirar el río desde mi ventanal: infinito. Infinito, me susurro y sonrío. Infinito y continúo”. Sentidos inagotables, sentimientos encarnados, que Viñas desembrollaría en vista de muchas cartas de figurones de nuestra historia, abriendo la privacidad a la disputa pública de esos papeles marginales que llamamos cartas. Pequeñas y dulces traiciones en las publicaciones de correspondencias de notables de la cultura, voyerismo literario de larga tradición editorial en el exterior, y que en los últimos años nuestro país descubre con tiradas impensadas y nuevos títulos. Sin remitentes ni acuse de recibo temporal, las correspondencias brillan en “el choque de dos espadas, chispitas de luz”, en palabras de Esther Díaz. Donde la escritura nace, sin ninguna pretensión, del simple escribir yo y sus circunstancias. En Cartas a la vecina, de Marcel Proust, el francés que usaría la pasión epistolar de combustible de En busca del tiempo perdido rubrica con el imperativo ¡No necesita responderme! Algo que bien sabía Franz Kafka, otro maníaco epistolar, “ahora yo estoy aquí y todos pueden ver cómo escribo a través de lo que cuento”. Cartas para mí.
“En cuanto a ficción y realidad, las cartas despliegan también figuraciones del propio yo y estas representaciones tienen características difíciles de generalizar: depende de quién sea el otro, de qué relación exista entre quienes se escriben, de qué objetivo o fantasía persiga el que escribe”, reflexiona Osvaldo Aguirre, editor de las cartas de Francisco Gandolfo y Mario Levrero, Correspondencia (Iván Rosado. 2015). Esta selección rosarina permite adentrarse en las condiciones de producción del poeta cordobés y el narrador montevideano. Por esta compilación nos enteramos de por qué no escribía prosa Gandolfo y era debido, en parte, a las críticas demoledoras de Levrero.
“El carácter orgánico de las cartas nos permite leer los derroteros de escritoras, gestoras e intelectuales desde preocupaciones del día a día, los sucesos históricos que las acompañaron, los modos en los que se posicionaron, y también nos deja entrever el plano de la intimidad de cada una y cómo compartían este ámbito entre ellas”, suman Manuela Barral, Julieta Massacese y Ramiro Mases, de Rara Avis, un sello que presta especial atención a publicaciones “inclasificables”, mediándolas con un cuidado aparato crítico y traducciones precisas. “Leer cartas nos permite acercarnos desde un lugar distinto al de la obra literaria o política, nos habilita a restaurar algo de su mundo desde un registro diferente, el de la intimidad”, admiten estos editores, aunque las correspondencias deshabilitan géneros y convenciones. Las marginalidad de las cartas posibilita un imperio de libertades en la construcción de una voz. Otro hiperbólico epistolar como Walter Benjamin rogaba a los destinatarios que guardaran la correspondencia, sus verdaderos pasajes, a fin de reconstruir su itinerario intelectual. Mucho antes del fin en la frontera pirinea en 1940, porque esas súplicas datan de 1910.
Desde el Antiguo Egipto se podría rastrear la importancia de las epístolas en las divisiones sociales y construcciones discursivas. Espacio escritural menor, aunque privilegiado por su carácter utilitario desde las Cartas a los Muertos en papiros y los tratados de la retórica romana, en la sociedad burguesa conversacional del siglo XVII adquieren inusitado auge, que las desmarca anfibias en lo íntimo y público, la fidelidad y la traición, lo dicho y lo negado. La realidad y la ficción que arrancan con cada Querido o Querida. Las correspondencias tras la Revolución Industrial aún más se erigieron en campos de batalla de la micropolítica de cuerpos y palabras. Pasó bastante tiempo de las cartas a la hija de Madame Sévigné, compiladas en 1725 y que describen el lado B del absolutismo versallesco, pero la promesa de una experiencia múltiple agenció a las cartas de pequeño relato subversivo en la gran novela burguesa autobiográfica. En cada carta un testimonio de Humanidad. “Las personas siempre están deseosas, intranquilas y venenosas por editar la intimidad del otre”, comenta Yanina Giglio, de Odelia Editora, sin limitarlo en apellidos de fuste.
Aquí habría algunas restricciones porque no interesa “cualquier correspondencia, sino la correspondencia de escritores notables y que no invada la intimidad”, enfatiza Aguirre, en coincidencia con Osvaldo Baigorria. Y trae a colación la crítica de Michel Foucault sobre el funcionamiento del nombre de autor, omnipresente en la firma final de cualquier carta, “parece que hasta la boleta de la lavandería podría publicarse si tiene la firma de autor”. Quizá el criterio, anunciado en el prólogo de Baigorria a las cartas de Néstor Perlongher, que iban de La Matanza y San Pablo a los bosques canadienses, sea “sumarse a los intentos de hacer más inteligibles las discusiones político-culturales del fin de una época y el comienzo de otra”.
En Argentina el interés epistolar surge en la prensa decimonónica pero ni cerca de la veneración epistolar anglosajona o francesa, donde en París tienen el Musée des Lettres et des Manuscrits. Un ejemplo nuestro son las célebres y polémicas cartas de Lucio V. Mansilla desde Amambay, en 1878, en la fiebre del oro desatada luego de la Guerra contra el Paraguay, publicadas en el Diario El Nacional. Sin embargo, el tono confesional e intimista de este registro poco despertó en la construcción de un género epistolar, salvo algunas novelas como El ingeniero de J. Rodolfo Wilcock o El pudor del pornógrafo, de Alan Pauls, y mucho menos en la publicación regular de correspondencias. En cambio, la inclusión de cartas en los relatos ha sido más común entre nuestros escritores, tal cual aparece en Rayuela, de Julio Cortázar. Del autor del siniestro cuento Cartas para mamá se publicó en 2010, completando el epistolario completo, Cartas a los Jonquières (Alfaguara), recuperadas diez años antes por la viuda del pintor Eduardo Jonquières, y preanunciaron bestseller este novedoso fenómeno que gana terreno en los fondos editoriales de grandes y pequeñas editoriales por igual.
Mucho tuvo que ver la influencia del renovado interés en las cartas, en tanto material de estudios literarios de la academia argentina, impulsado por Ana María Barrenechea, y aquel proyecto de recopilación de cartas inéditas de Sarmiento. Al filo de los noventa resituó un área marginal y desechada en decisivos textos críticos de Paula Croci y Nora Bouvet. Todo ello inauguró además la inusitada necesidad en los lectores de estos artefactos “–aparentemente acota Bouvet– referentes de verdad y autenticidad, fidelidad y privacidad”. Entre las últimas novedades que amplían estas búsquedas de “cuando la primera persona se transforma en plural”, estuvo la edición de Querido Zeitlin (Eudeba, 2022), de Solana Schvartzman, que compila e introduce cartas de y a César Tiempo, un escritor nodal entre Florida y Boedo. También la reedición de Nueva correspondencia de Alejandra Pizarnik (1955-1972) (Lumen, 2017), de Cristina Piña e Ivonne Bordelois, quien había editado un hoy inhallable epistolario de Pizarnik en 1998. Antesala del pequeño suceso de los epistolarios, que ya cuenta con 8 mil ejemplares, en medio de la realidad del mercado de un par de centenares por título. Hablamos de Victoria Ocampo. Virginia Woolf. Correspondencia (Rara Avis. 2020), que va por la tercera reimpresión en 2023. Y que generó este revelador libro una actividad propia en el Filba Nacional de Mar del Plata del año pasado.
“Enseguida nos interesaron los dos proyectos porque involucraban figuras intelectuales y literarias que ya eran bien conocidas, pero que en sus cartas presentaban aspectos no tan difundidos de sus biografías intelectuales”, aseguran desde Rara Avis de los libros de cartas de Victoria Ocampo, Virginia Woolf y Rosa de Luxemburgo. Tanto Correspondencia de las primeras como Vivo más feliz en la tormenta, las misivas de la revolucionaria alemana a sus amigas y compañeras descubren originales preocupaciones y afectos en trayectorias con mucha bibliografía a las espaldas. Estas esquelas a través de océanos y prisiones, de cualquier murallón, proyectan los procesos editoriales y personales que hicieron que Argentina tuviera pioneras traducciones de Un cuarto propio y Orlando, de Woolf, en traducción de Jorge Luis Borges. Y en el caso de la militante social germana, sus aires de familia de avanzada con la ecología, la lucha contra el colonialismo y la vocación científica. “Nada de lo humano ni de lo femenino me es ajeno o indiferente”, contaba Rosa en unas de las cartas a las hermanas de lucha, nuevamente en las mazmorras berlinesas, con la estrella incandescente que ningún canal Landwher apagaría.
“La inflación de las autobiografías y la literatura del yo también contribuyen. El interés también está determinado por las condiciones de época: en otros momentos no parecía importante que faltaran las eventuales cartas de Milena Jesenska a Kafka; hoy se lamenta esa ausencia”, explica el crítico y periodista Aguirre de la actual fiebre editora. Un giro epistolar que detectan también los editores que bucean presurosos archivos e investigaciones, porque “pocas veces tenemos la dicha de saber sobre lo que siente un artista mientras crea”, subraya Giglio de Odelia Editora. Incluso los mismos involucrados sienten más ojos que impiden quemar cartas: “Los libros epistolares tienen un plus de poder simbólico sobre los unitarios que los hace ahora buscados”, asevera Esther Díaz.
Mientras algunos de los editores señalan que es “muy claro” cómo las cartas constituyen parte de los aprendizajes en el modo de escribir, otros como Aguirre contraponen que “no son parte del proyecto de los escritores sino de lectores, o de albaceas”. “Era evidente que esta correspondencia sería parte del proyecto literario de Perlongher”, sostiene Baigorria, lo mismo que Ocampo, que editaba su correspondencia con Woolf para modelar su figura intelectual, aun décadas después de los treinta, fecha de la correspondencia Londres-París-Buenos Aires, y retoma: “De hecho, como el mismo Perlongher lo explicita en una misiva, solía escribir borradores de sus cartas antes de llegar a la versión definitiva, aquella que enviaría por correo, y aun esta a veces presentaba tachaduras y correcciones, como si el autor hubiese estado muy consciente de que eran obras en sí mismas y que su escritura en ellas debía brillar como en sus poemas o ensayos”, entiende Baigorria este intercambio amenazado por la dictadura, que tuvo la primera edición en 2006 por Mansalva, y ahora aparece con nuevas cartas halladas por Baigorria del autor de Cadáveres.
La carta es pérdida y perdida. Hallazgo y deshallazgo. Como bien recuerda Esther Díaz, el consumido y desesperado Bertably de Herman Melville trabajaba en la Oficina de Cartas Muertas de Washington. Mensajes llenos de vida que son heraldos de fantasmas, faltas y duelos irreparables. Además, repongamos, raramente los libros de correspondencias incluyen las respuestas de los destinatarios. “Se le escribe a un deseo que toma forma a través de las palabras del deseante”, responde desde Berlín la cineasta Albertina Carri. “No conocernos ayudó a ir descubriéndonos mutuamente mientras íbamos delineando conceptos preestablecidos, como la memoria y las pérdidas. Nos vimos una o dos veces entre la primera y la segunda parte y recién nos volvimos a ver en los preparativos de la publicación. En la tercera carta de la primera parte, le dije a Albertina que daría para un libro, le encantó la idea y prácticamente siempre supimos que su destino era el formato amado por las dos: un libro”, comenta Esther Díaz sobre el proceso de Las posesas, puesta en papel de los intercambios digitales con Carri. Primero charlas frustradas por la peste, luego podcast de sobrevivientes, y más tarde objeto libro por Caja Negra Editora.
Este fragmento del nuevo soporte epistolar, electrónico, instantáneo y ubicuo conforma el libro de Odelia que reúne “antología de las mejores escritoras argentinas”, según la editora Giglio, y que empezó con el proyecto virtual, remoto y asincrónico, el newsletter de Talesnik y de Gallo. Para Baigorria esto cambia las reglas del juego, casi el fin de la era postal, ese que anunciaba el fin de la literatura en Derrida, “el compromiso corporal implícito en la escritura de una carta, con todo el tiempo que puede llevar terminarla, y luego todo el tiempo de espera hasta que llegue a destino, con la probabilidad de que se extravíe, sin tener seguridad de una respuesta pronta, cambia la naturaleza del intercambio. Una carta abarca necesariamente más tiempo y más espacio para el relato”, aunque confiesa que no extraña nada, nada, abordar el blanco papel, o esperar al señor cartero.
“Para el momento actual de la cultura creo que es muy importante que se pueda mostrar que la comunicación, lejos de estar ensombrecida por los avances de la tecnología (recordemos que la carta ha perdido un poco de poder en la comunicación), sigue en auge para mostrarnos el poder de la palabra escrita y del vínculo que se establece con la misma. Así, un libro de cartas es una evocación de un tiempo pasado y un tiempo actual. Además, el espacio en donde se da la carta es un espacio íntimo y despliega la capacidad del compartir, del hacer de ese espacio en común la posibilidad del encuentro y la creación”, sentencia Matías Reck, de Milena Caserola.
Esta editorial sumó un título a esta escritura diferida, que durante la pandemia originó los proyectos citados de Caja Negra y Odelia, también aquí presente en Correspondencia, de los poetas Roberto Cignoni y Mariela Puzzo. “Un encuentro con la palabra poética instalados en un tiempo que proyecta su sombra más allá de este tiempo”, define Reck este viaje por “fuerzas incalculables que se han vuelto intimidad”. Cómo sería una buena carta, basta leer las famosas entre Theodor Adorno y Walter Benjamin, o cumbres más borrascosas en la correspondencia de Henry Miller y Anaïs Nin. O los cientos de Niestzche antes de llorar abrazado a un caballo golpeado.
Entre las próximas publicaciones, sumándose al reciente de Caja Negra Editora sobre el intercambio entre los artistas brasileños Lygia Clark y Hélio Oiticica, Fantasmática del cuerpo. Cartas 1964-1974, se avecina una de Rara Avis con la firma de Virginia Woolf. Esta vez en el diálogo amoroso e intelectual con Vita Sackville West. Y en tren de releer a William Hudson, a quien Jorge Luis Borges consideraba el mejor escritor de la pampa argentina, Leteo Editores publicará la correspondencia a Robert Cunninghame Graham, otro inglés que se perdió cabalgando en el horizonte ancestral. Ambos libros se aguardan con ansias en la próxima edición de la Feria de Editores, en agosto. Algunos son soñados, como materializar la proficua correspondencia entre Levrero y Elvio Gandolfo. Cartas a los vientos que irán a nuevos destinatarios y que expresan siempre un movimiento en el vacío, la ilusión de la escritura médium entre almas. De Lord Byron a Thomas Moore en 1817, “Al fin he recibido noticias tuyas, por ausencia de tus cartas. O en ausencia. ¿Cómo es? Nunca he tenido clara la preposición que precede a ausencia”. La carta antes, hoy un mail o un whatsapp, nexo invariable que expande las filosofías de vida, más que la biografía literaria, de los interlocutores nombrados y por nombrar.