Raymond Chandler tuvo la maldición y la bendición de Hollywood, una enfermedad secular de la cultura de Occidente, quizás una especie de dios (el dios que todavía queda) que al mismo tiempo mata y fortalece. Sin embargo, es evidente que la actualidad de Chandler en Hollywood hace mil años que no existe. Mientras duró, los escritores americanos de moda eran amanuenses de la máquina de ficción más grande del mundo después de la NASA y, también, terroristas infiltrados con el objetivo de boicotearla. La literatura quiso ser -no pudo: nunca puede- un palo trabando los engranajes que hacían fluir como un río la cultura del entretenimiento y el enriquecimiento de las majors.
Quedaron anécdotas de derrotas, que a la literatura le gusta recordar con la frente alta. En Chandler por sí mismo (Debate, 1990), cuyo título original fue Raymond Chandler speaking (1962), las hay a patadas. Una de las que viene al caso, porque revela el sadismo de Hollywood en la "sección escritores" de su línea de montaje, revela una escena de humillación triunfante, que era lo único a lo que se podía aspirar, además de los u$s 4000 semanales que en épocas doradas Chandler podía extraer de la tesorería de la Universal.
En este caso, Chandler trabaja en la cuarta planta del edificio Thalberg de la MGM, ese "almacén helado". Alguien da la orden de retirar de allí los divanes antes de que los guionistas se echen en ellos a descansar. Chandler va a su auto, trae una manta y se acuesta en el piso, lo que le hace exclamar a George Haight, un productor amigable, que de inmediato regresen los divanes porque Chandler es "un escritor horizontal". Pero ni con la prerrogativa de poder echarse en el diván Chandler soporta el almacén helado y decide irse a trabajar a su casa, contra las instrucciones esclavistas de Joseph Edgar Allen John "Eddie" Mannix, el negrero de la MGM. Cuando los alcahuetes del amo le dijeron a Chandler que las órdenes del capital eran estrictas desde la perspectiva del capitalista, Chandler contestó, seguramente a lo Marlowe, "desde arriba": "a un hombre tan grande como Mannix hay que concederle el privilegio de cambiar de opinión".
Pero no todo es lucha del trabajo contra el capital ni reflexiones benjaminianas en Chandler por sí mismo. Se nota que las editoras, Dorothy Gardiner y Ketherine Sorley Walker pusieron empeño en dividir las aguas turbias del genio y a cada habitación del libro le pusieron un nombre. En el que se corresponde con ciertas reflexiones sobre el mundo del cine y la televisión, Chandler dice de la televisión que "es perfecta", además de ser "el nirvana de los pobres". Lo curioso es que ya entonces (1950) resalte su aspecto de mueble a comando y su inigualable capacidad lobotómica, es decir la pasividad irreflexiva a la que nos somete, lo cual parece tener las características de una alienación buena, en el caso de que la hubiere.
Pero al cabo del libro triunfa la fatalidad de un escritor que ha concebido un personaje más grande que su figura y su obra: Philip Marlowe; mejor dicho: Humphrey Bogart, su avatar olímpico. No se baja con facilidad de esas alturas, aunque Chandler lo intente, reconstruyendo su carácter por afuera del cine: "no tiene familiares vivos", "no prefiere el whisky de centeno al bourbon", usa pijamas en verano, no usa anteojos de sol ni siquiera en California, el único perfume capaz de identificar es el Chanel N°5 y sabe distinguir la diferencia entre un tango y una rumba.