Al fondo de la calle Marechal Gomes da Costa hay un edificio pintado de rosa. Al entrar, se atraviesa un callejón estrecho, bazares chinos de venta al por mayor, un corredor con depósitos a los costados y tachos rebasados de basura. Al fondo hay un estacionamiento y una rampa y al final de la rampa, una terraza abierta al cielo del barrio de Chelas, sobre la margen oriental de la ciudad de Lisboa. En la terraza, dos muchachos con mamelucos, las manos sumergidas en baldes de agua, cubren el cuello de una chimenea de adobe. Gabriel Chaile comanda. Y camina entre las piezas sin ensamblar. Algunas, se secan al sol. Otras, envueltas en plásticos de burbujas, esperan su partida.
— Las de acá siguen húmedas. ¿Sabés si anuncian lluvia?
Más allá, una carcasa de hierro: esqueleto de lo que será una escultura de más de seis metros de alto por tres de ancho que el artista presentará en la Bienal de Venecia. Al fondo, un sinfín de macetas donde su vecina cultiva apio, cilantro, perejil. Aquí Chaile trabaja, come y duerme. Y aquí quiere estar: en este momento y por los próximos diez años. En estas márgenes, en este taller, entre sus amigos artistas, un grupo que lo acompaña día y noche y que es también una familia. Aquí, Gabriel es feliz.
—A veces deseamos tanto algo que ese deseo deja de ser un pensamiento. ¿Y ahora?
Ahora está a punto de partir a la 59ª Bienal de Venecia convocado por Cecilia Alemani, curadora de esta edición, donde será el único artista argentino seleccionado para la exposición central en el pabellón Arsenale: un espacio protagónico donde Gabriel Chaile exhibe cinco esculturas monumentales que produjo para esta presentación y que llevan los nombres de sus padres y abuelos. Gigantes de adobe, hierro y ladrillo que se moldean en esta terraza: mezcla de atributos humanos y objetuales, formas que no buscan una definición precisa.
Gabriel Chaile agrega un capítulo a la historia de las figuras precolombinas
—Estoy en crisis. Y menos mal que no me viste la semana pasada: insoportable. Yo, exhibido en esa vidriera. Todo el proceso de pensar una exposición y que cada cosa tenga un nombre te deja a flor de piel. O sin piel. Y los comentarios: algunos me molestan. Que me hablen de sacrificio, que me digan “rompela”. Pienso: ¿tantos años investigando y trabajando en algo para que muera en reflexiones de meme?
Las frases suenan sueltas, como si estuvieran elaborándose a viva voz, y Chaile, las manos en los bolsillos de la campera, la voz tranquila, se detiene y dice:
—Todo esto me vuelve a traer la misma pregunta en la que vengo pensando desde siempre: ¿qué tipo de artista quiero ser?
Habla despacio, reconcentrado. Y, aunque casi todo lo que diga tenga una densidad entretejida a sus emociones, sus palabras no pesan. En cambio, sonríe.
—Lo que yo quiero es que mi trabajo tenga sentido, no solo con las circunstancias del presente sino con todo lo que este presente significa. Me interesan los lenguajes de mis padres: la albañilería y el horno de pan. No lucho por explicar mi obra. No quiero que se tenga que releer mil veces. No quiero que sea explosiva. Lo que yo quiero es que sea parte de un proceso interno. Esta es la fe que me hace avanzar.
Creció en el barrio Echeverría, en Villa Muñecas, a 40 minutos en colectivo de San Miguel de Tucumán. Y cuando dice “Tucumán” se piensa rodeado por una familia de ocho hermanos mayores, una mezcla genealógica afro, indígena y árabe, una abuela ceramista y un templo adventista de paredes blancas.
—Mi mamá y mis hermanos bancaban la casa. Mi mamá vendía pan, asaba todos los días en el horno de barro y ese horno cumplía la función de darnos de comer. Todo lo que teníamos venía del Estado: desde la chapa de la casa hasta las becas del colegio y la leche en polvo. Mi mamá se ocupaba. Iba, hacía las colas, pedía la pensión, presentaba las notas a la asistente social. Buscaba educarnos y, entonces, se metía en distintas religiones. Cuando no le gustaba una, se iba a otra. Hasta que llegamos a los adventistas del Séptimo Día y ahí nos quedamos porque eran los que menos demandaban de nosotros.
Pasó aquellos primeros años sin ocupar una función materialmente establecida en la familia porque, a pesar de las necesidades, nunca le impusieron nada.
—Me fui enterando después de que la mayor parte de la gente hace distintos tipos de trabajo, pero yo, de chico, nunca trabajé. Tuve la suerte de poder seguir haciendo lo que siempre hice: cosas. Con sentido y en sentido contrario.
Dibujaba, observaba y copiaba. Hacía formas con bosta de caballo, trazaba cuerpos sobre la tierra, nadaba en el barro cuando llovía, era el abanderado de la clase. Se sentaba en la puerta de su casa a comer mandarinas. Entre un gajo y otro, pensaba. Y cuando decidió que estudiaría Artes Plásticas, nadie lo cuestionó.
—Mi familia siempre colaboró en todas mis travesuras que, después se sistematizaron y se convirtieron en un hacer. Abría las gallinas que teníamos en el fondo por la mitad para entender por qué se habían muerto. Yo era libre de hacer lo que quería. También soy fruto de eso, ¿sabés? De esa exploración.
En 2009, a los 24 años, llegó a Buenos Aires. Con la beca que obtuvo de la Fundación YPF pudo participar del primer programa de artistas de la Universidad Torcuato Di Tella, y desde entonces no se detuvo. Le siguieron premios, becas y exposiciones en Buenos Aires, Lima, Porto, Nueva York, París, Berlín, Basilea, Londres. En marzo de 2020, justo antes del cierre total del mundo, llegó a Lisboa de la mano de un coleccionista portugués. Aquí se quedó y desde aquí, junto a Cecilia Alemani, con quien ya había trabajado en Art Basel Cities en Buenos Aires, llegó a la Bienal de Venecia: la meca de cualquier artista, la realización del deseo para Gabriel Chaile. Aunque, como todo deseo, no sea perfecto ni pueda vivirse sin el vértigo propio de tamaño vuelo.
Nahuel Ortiz Vidal, dueño y director de Barro, la galería que comercializa su obra, conoció a Chaile cuando recién empezaba a definir su lenguaje artístico.
—Creo que no debe haber tantos artistas como él en el mundo. Con pocos artilugios logra un impacto visual y una potencia enorme. A nadie se le ocurriría pensar que un horno de barro pueda tener un mensaje universal, pero él consigue que su obra tenga esa trascendencia. Cuando participó de Art Basel, en Basilea, fue un batacazo. Frente a tanta parafernalia, Gabriel llegó con algo sencillo, íntimo y sensible: sus ollas populares. Cuando volvió a la Argentina, algunos lo acusaban de hacer obra del pobrismo. Y él me decía: “Hablan de pobreza, pero no saben lo que es”.
—Hay cosas que me divierten de la televisión argentina porque soy medio bizarro.
Y Gabriel ríe a carcajadas.
—Tratan de potenciar un personaje romantizado de tapa de revista. Mi trabajo se vuelve una cosa que la sociedad quiere representar, un purismo. Me exotizan. ¡Dicen que mi obra es ecológica! ¿Será que es más fácil decir estas cosas?
Y ahora, el hombre sonriente se entristece.
—Unos artistas de Catamarca decían que yo estaba vendiendo las ollas populares, que yo no era un indígena puro. Como si hubiese un certificado de origen. Yo no soy completamente ceramista, ni ecologista, ni marrón ni indígena. No me interesa ser dogmático, prefiero explorar y habitar muchos mundos.
—Gabriel no es un tipo cualquiera –sigue Ortiz Vidal–. Tiene una metodología de trabajo que es muy suya. Él es cooperativo: sus colaboradores son amigos y son esenciales en sus proyectos. Primero construye lazos emocionales y después se engancha con la obra física. Cuando se fue a Lisboa lo primero que hizo fue formar una comunidad.
Una foto de Perón y Evita colgaba junto a la puerta de su casa en Tucumán. Y una lámina de cartulina: un ciervo en un paisaje de montañas junto a una inscripción espiritual sobre la vida. Ningún otro estímulo visual, ninguna educación estética específica. Y, sin embargo, dirá que incorporó el mundo a través de imágenes. Que tradujo lenguajes verbales en objetos, en trazos, en formas y, luego, en esculturas.
Dirá que esta capacidad proviene de su abuela Rosario: ceramista, indígena, salteña. Que ella hacía vasijas de barro cocido como las de la cultura La Candelaria y que esta es su fantasía genealógica: haber heredado este saber. Y dirá que no quiere solo recordarla de segunda mano, sino directamente: verla a ella, a Rosario Liendro, frente a sí, a través de su obra.
—Mi mamá no sabe leer ni escribir. Ella se maneja a través de lo que ve, y yo aprendí esa forma de entender las cosas. Como un recurso innato. Además, tuve una educación protestante en la cual las imágenes cumplen un fin didáctico, pero no se veneran.
Entre las paredes pulcras del templo adventista y Villa Muñecas, un abismo. O así lo recuerda.
—Era una vida villera contra una vida de culto. Las doctrinas, los rituales y el buen comportamiento se mezclaban con la vida popular del barrio. Íbamos los sábados y era como ir a un museo. Teníamos que ponernos la mejor ropa. El protestantismo insistía sobre cómo debíamos estar en el mundo, pero la vida real era más dura. Me dio muchas herramientas y aprendizajes, pero me doy cuenta de que era una Iglesia blanca y burguesa, que aterrizaba como un ovni. Por ejemplo, nosotros vendíamos locro vegetariano porque los adventistas son, en su mayoría, vegetarianos, pero nadie nos compraba porque en mi barrio a nadie le gusta lo vegetariano. ¡Nos sacaban cagando! Esas cosas me parecen locas y me marcaron. Al final, yo soy eso: una mezcla de contrastes.
¿Cómo se ejecuta el pasaje entre lo invisible y la redención de esa invisibilidad? Existe este hombre, su voz, su risa, sus manos, su convicción. Y existe la sublimación en estas formas de adobe que hablan, en silencio, del mundo de Gabriel Chaile y, ecuménicamente, de todos los mundos.
—¿Qué me hace a mí no entender que vengo de mezclas diversas? De mezclas de etnias indígenas, afro, árabes, de mezclas afectivas y religiosas. Una de las razones que me llevó a ser artista fue la necesidad de explicar quiénes son todas estas personas que me hacen ser quien soy. Esto me preguntaba cuando pensaba en la genealogía de la forma y en la Bienal.
—Y esto te conduce.
—Creo que sí. Sí.
—¿Qué creés que te puso en este lugar?
—Creo que mi tranquilidad y mi picardía me pusieron en este lugar. Postergué casi todo para avanzar en mi carrera. No me preocupa mi soledad de pareja y tampoco ver reflejadas mis ganancias en una casa o en un terreno. Con mi familia es diferente.
—¿Te interesa la guita?
—Como a un rapero, pienso yo. ¿Viste que los raperos tienen cadenas de oro, un culo atrás del hombro, un megaauto? Siempre me impactó ese deseo por acumular cosas materiales cuando uno nunca las tuvo. Cuando empecé a ganar mi propia plata ¡yo me quería comprar todas las camperas Adidas del negocio! Siempre lo charlo con mi hermano David. A él le gusta ver tutoriales y me habla sobre cuál es el pensamiento típico de alguien que viene de la pobreza. Y le digo: ¡Todo esto que vos me decís es lo que yo hago! Tengo esta manera muy humana y muy rapera. Me gustaría que mi mamá viniera a Venecia, ¿sabés? Ella nunca viajó en avión. Esta también es una ilusión del rap: ayudar a quienes me ayudaron. Che, me gustan tus zapatillas, no son Adidas, ¿no?
Hay dos espacios contiguos junto a la terraza. Allí, adentro y afuera, hay un equipo de música, una parrilla, bocetos pegados con cinta scotch a la pared, cuadros amontonados, una bicicleta. Hay un estante con botellas de cerveza vacías, una máquina de fotos, una escoba, una bolsa de pan. Hay una mesa con un cuaderno, y Chaile pasa las páginas.
—Es como un diario íntimo. En estos días tan raros me hace bien dibujar.
—¿Cómo te imaginás que se va a leer tu obra en la Bienal?
—La línea curatorial tiene que ver con repensar el mundo y repensar las formas. Cuando estudiaba Arquitectura Griega se hablaba de las formas amables y las duras: las curvas y las rectas. Yo siempre quiero las curvas, que las cosas sean amables. Quizás, mi obra se mire en este sentido.
—Una invitación al diálogo.
—Exacto. Es muy loco haberlo deseado tanto. Hace poco escuché a Rita Segato decir que cumplir deseos era haber deseado bien. Como tirar la piedra en el río y que caiga donde vos lo esperabas. No tiene que ver con la suerte, sino con el impulso y la convicción.
Cayó la piedra. Con el impulso exacto, en el lugar preciso. Y después se cumplió el deseo y después vendrá su devenir y otro comienzo. Y después, habrá que creer. Creer que Gabriel Chaile tocará el cielo con las manos y dirá:
—¿Después? Vamos viendo.
*Desde Lisboa.
Bienal de Venecia: ‘La leche de los sueños’
L. M.
La 59ª Bienal de Venecia, curada por Cecilia Alemani bajo el nombre La leche de los sueños, se inauguró ayer y estará abierta al público hasta el 27 de noviembre de 2022. La exhibición toma su título de un libro escrito por Leonora Carrington (1917-2011), en el cual la artista surrealista describe un mundo donde la vida es concebida a través de la imaginación.
Esta edición toma algunas de las figuras descriptas por Carrington para proponer una reflexión sobre la redefinición de la humanidad, con tres ejes principales: la representación de los cuerpos y su metamorfosis; la relación entre los individuos y las tecnologías; la conexión entre los cuerpos y el planeta.
Según la declaración de la curadora, publicada por la Bienal, “La leche de los sueños no es una exhibición sobre la pandemia, pero inevitablemente registra las cosas más notorias de nuestra era. En tiempos como estos, y tal como la historia de la Bienal nos muestra, el arte y los artistas pueden ayudarnos a imaginar nuevos modos de coexistencia e infinitas posibilidades de transformación”.
La muestra reúne obras de 213 artistas de 58 países y se incluyen préstamos de varias colecciones e instituciones internacionales, entre ellas, la obra Armónia (Autorretrato surgente), de Remedios Varo, cedida por Eduardo F. Costantini. Cada país presentará su propia exposición en edificios aledaños: la Argentina estará representada por la artista Mónica Heller.