CULTURA
Libro / Reseña

Costumbres de los ahogados

En este ensayo, el editor y crítico Luis Chitarroni reflexiona sobre el último libro de Carlos Piñeiro Iñiguez, "Cipriano Peralta. Un náufrago metódico".

Carlos Piñeiro Iñiguez y tapa de su libro Cipriano Peralta 2010225
Carlos Piñeiro Iñiguez es, además de escritor, diplómatico de carrera y peronista desde los 16 años. Fue embajador en Ecuador. | Cedoc Perfil

Con metódica certeza, Cipriano Peralta tuvo que acostumbrarse a bracear. No es poco cuando se viene de un nombre que parece imponer cierta identidad ---e inanidad--- nacional, como Segundo Sombra o Tadeo Isidoro Cruz. Serás lo que debas ser o no serás nada, exige la máxima sanmartiniana. Y cuando la vida entera tiene la ventaja, o desventaja, de pertenecer a la ficción, “ser nada”, por ingobernable o ignominioso que se postule el futuro como tiempo verbal, adquiere una técnica también, que en nada se asemeja a una razón de ser. 

El libro de Carlos Piñeiro Iñíguez se adapta a toda esa serie de determinaciones puestas en marcha desde el comienzo. Leer la novela provoca esa renuncia acompañada de aventura que la narrativa argentina, en sus mejores momentos, como en Un poeta nacional, de C.E. Feiling, no nos niega. 

Leemos y asistimos a la vida y a los afectos de Cipriano Peralta. A sus afectos y adhesiones, a la gesta por momentos apacible, a su gusto por el lila, que la época subraya, y cuyos desenlaces de índole efímeramente psicodélica, de Heinz Edelman a Peter Max, el narrador no deja de señalar. 

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La renuncia consiste en imaginar los recuerdos o en recordar una especie de trajín novelesco cuya “originalidad” es el reverso del que nos obstinaríamos en pergeñar, a derecha e izquierda de imágenes que aparecen de soslayo, pero que no tardamos, los argentinos, en reconocer. O que sólo tardaríamos en reconocer porque una nueva serie se nos ha impuesto, secuestrado por un año de repeticiones incesantes. “Mi vida no es un continuum”, se obstinaba en recalcar Arno Schmidt, acaso como discípulo electivo de James Joyce. No, no lo era, y esa colección, no del todo antológica, de fragmentos, se encargó de probarlo, instaurando los paréntesis y las fechas pertinentes.

Carlos Piñeiro Iñiguez ha comparecido a menudo, dando a conocer ráfagas y fragmentos de una realidad que se desnuda o se desguaza con elocuencia y elegancia, de pulsos inauditos, de pudores sombríos. En este caso, el recorrido “vital” de Cipriano Peralta no excluye el régimen de peligros y exclusiones que impone la historia

Esta es, no obstante, una narración que los anticipos pueden arruinar. “Spoilear”, se dice ahora, porque precisamente sus detalles son los que siembran la diferencia. 

Los que nada simplifican, los que implican efectos y consecuencias y concomitancias que no es necesario que desaparezcan para conjeturar una patria posible, una posibilidad o un esquema que el epílogo de alguna manera ratifica y pone en duda, un poco a la manera en que un poeta extremó su conocimiento de un hombre, diplomático también, con elementos de fantasma.

Tan a menudo se habla sin saber de “relato”, que cuando uno de verdad aparece, cuesta darle crédito a aquello que lo rodea. El caso de Cipriano Peralta es esencial porque el narrador no lo enfatiza. La realidad queda a la intemperie, a sus anchas, aunque las referencias sean necesarias. Ya Neruda habló intempestivamente de un diplomático a la deriva que, curiosamente, se convirtió en narrador del exceso, Juan Emar: “Conocí íntimamente a Juan Emar sin conocerlo nunca. Él tuvo grandes amigos que nunca fueron sus amigos. Mujeres que no pasaron más allá de su piel. Afines que lo toleraron como a un largo escalofrío (…) Andaba de país en país, sin entusiasmo, sin orgullo ni rebelión (…) Y sépase que este antecesor de todos, en su tranquilo delirio, nos dejó como testimonio un mundo vivo y poblado por la irrealidad siempre inseparable de lo más duradero”.

El náufrago metódico no procede directamente de Juan Emar, como no lo hace de Alfred Jarry ni de Alphonse Allais, pero lleva entre dientes un signo de identidad que es un signo de interrogación. A las “costumbres de los ahogados” que detectó, como etólogo patafísico, el protector de Ubú, hay que añadir el ejercicio increíble ya de Piñeiro Iñíguez para interceptar en estas vidas corridas, “para leerlas”, signos y símbolos que remiten a lo próximo y a lo más lejano, a una luz de almacén y a un estertor lejano, de ángel flamígero o de comitiva de turiferarios. 

Adelante. Así se deja crecer una narrativa resignada, resistente y distinta.