¿Qué palabras diría en perfecto “argentino” Dora Maar para que Pablo Picasso notara que ella había conservado su acento? ¿Lo trataría de “che” o de “boludo”? Es que Henriette Théodora Markovitch vivió casi 20 años en Argentina con su padre croata y su madre, una violinista francesa. Joseph Markovitch era arquitecto y estuvo trabajando esos años en estas latitudes y se sabe que hizo una fortuna construyendo en Buenos Aires.
Había nacido en 1907 en Tours y a fines de los años 20 regresó a París con la idea de dedicarse a la fotografía. En ese contexto, con todo el surrealismo desplegado en cafés, calles e intelectuales, conoció a George Bataille y fueron amantes. En 1936, conoció a Pablo Picasso en un bar de Montparnasse y, ya sin el filósofo en el medio, se enamoró de él y empezaron una relación tan prolífera como delirante; oscura y atormentada con alguien como ella misma dijo, “nunca pudo amar a nadie”.
Ella era una excelente artista, rebelde, de humor cambiante, muy bella, sufrida, libertaria y esclava de los designios de Picasso. Ella fue la cara para la Mujer que llora, el cuadro de 1937 con el que descompone el rostro frente a la Guerra Civil Española. Ella fue el cuerpo para Mujer desnuda. Ella fue, un poco antes, la que fotografió el proceso de realización de Guernica. Ella fue, entonces, la desdichada que durante diez años vivió (y padeció) los maltratos del artista malagueño para luego ser abandonada cuando Picasso se enamora de otra.
Un colapso nervioso que la intervención de Lacan para su tratamiento facilitado por Bataille, que la siguió de cerca después de su ruptura, no pudo doblegar, fue motivo de una internación horrenda en un psiquiátrico. “Después de Picasso, solo Dios”, dijo y lo cumplió. Se volvió mística, se encerró y murió en su departamento en 1997.