Volver a La Boca es siempre respirar un aire más intenso. El pintor boquense por excelencia, Benito Quinquela Martin, expresó esa vehemencia mediante pinceladas ebrias de vida. El paisaje boquense paradigmático, con sus vivos colores sobre paredes de ladrillos y chapas de cinc, es virtual creación urbana e intervención estética ambiental y barrial del artista y filántropo, que también creó un museo colorido y vital. En la diversidad de sus salas anidan buena parte de sus obras esenciales, y lienzos y formas de otros numerosos pintores argentinos.
En un recinto particular del museo se despliega un ramillete de mascarones de proa, esculturas de maderas encastradas en las cabeceras de los navíos como espíritus protectores y tutelares, presencias de cuerpos y ojos tallados que contemplaron mucho fluir de aguas de ríos y mares. Los espejos de proa, la parte trasera de los navíos, también podían mostrar llamativas decoraciones.
Ingresamos en la sala de mascarones de proa del Museo Benito Quinquela Martín (MBQM), en el barrio de La Boca. El museo irradia su magia desde su apertura en 1938. Palpita junto a una escuela, ambos productos de la iniciativa benefactora de Quinquela. Frente, el estrecho curso del río, más conocido como Riachuelo; allí, varios pájaros vuelvan sobre lo que antes fue un activo puerto; y, más allá, reposan el Dock Sur y la isla Maciel. Y aquí, en lo cercano, el ascenso al segundo piso del museo, con amplios ventanales por los que se derrama la diáfana y apasionada luz de una serena tarde.
Y allí nos esperan Víctor Fernández, director del museo, y Walter Caporicci Miraglia, nieto del artista Juan Carlos Miraglia (1900-1983), autor de “Benito Quinquela Martín. El hombre que fue nosotros” (2020), una gran y paciente investigación documental a partir del archivo del MBQM, y otras fuentes sobre la vida y legado del artista de la boca del Riachuelo. En la sala que visitamos muchos rostros tallados nos escrutan, a nosotros, seres de tierra.
Los mascarones de proa proceden del mundo antiguo. Su origen es incierto. Tuvieron su edad de oro entre los siglos XVI a XIX. Los mascarones tallados en maderas policromas decoraban y engalanaban los navíos en la parte alta del tajamar, en proa, bajo el bauprés. Con su raro esplendor surcaron los mares hasta que la Revolución industrial, los barcos a vapor y sus cascos de acero, los condenaron al anacronismo y la inutilidad.
Los mascarones no solo eran decorativos. Tenían un sentido simbólico principal: proteger con eficacia mágica a los navíos de las amenazas de los mares. Esculturas en proa también para irradiar mensajes de riqueza y opulencia en tiempos de paz, o de intimidación a un enemigo en momentos de guerra. Pero también, nos dice Walter Caporicci Miraglia, «los mascarones de proa cumplían una función de identificación porque como la gente en los puertos era analfabeta; el mascarón en la proa les servía para identificar a los barcos»; y “habían también mascarones que eran solo ojos para poder ver lo que había en el mar y avisar a la tripulación en caso de necesidad; e incluso a veces iba el mascarón, y al lado o a los costados tenían los ojos». Las galeras griegas y fenicias solían ornamentarse con ojos en las proas.
Entre el 800 al 1100 d.C, los barcos vikingos ostentaban dientes y ojos que pretendían ahuyentar los malos espíritus como un ejercicio de magia apotropaica; efecto apotropaico (del griego αποτρέπειν, apotrépein ‘alejarse’); mecanismo de defensa mágico o sobrenatural a través de rituales, actos, objetos o frases. Su propósito era siempre alejar el mal.
Además de su función de protección mágica, los mascarones transmitían las cualidades que representaban a sus navíos. Así, los antiguos egipcios apelaban a mascarones con forma de aves sagradas, o leonas (su diosa guerrera, Sekhmet), o los fenicios a caballos, para dar velocidad; los griegos recurrían a cabezas de jabalí por simbolizar vivacidad, ferocidad; los romanos acudían a veces a mascarones con la forma de un centurión para infundir valor en la batalla. Los cisnes representaban agilidad y gracia. El león confería velocidad, patriotismo, intimidación, fuerza bélica. Muy comunes en el cénit imperial británico, muchos mascarones se tallaban en el Astillero de Bombay (hoy Munbai). Animales emblemáticos de regiones también eran motivo de mascarones: el águila era frecuente en barcos de América del Norte, el cóndor, en los de América del sur.
Cuando la Marina de Estados Unidos quiso comprar la colección de Quinquela
En su tiempo de auge, el mascarón de proa era órgano sensible inseparable del cuerpo de los navíos. Su presencia era reclamada como talismán protector. «Durante siglos los marineros consideraron que un barco sim mascarón de proa era un barco de mala suerte, por eso era impensado salir al mar sin mascarón», observa Walter.
El propio poder mágico protector de los mascarones de proa era una de las principales supersticiones marinas. Por eso los mascarones perduraron hasta, en algunos casos, la primera mitad del siglo XX.
Dentro de la sala, nos asombran las mujeres esculpidas en la memoria maleable de la madera. También hay figuras masculinas. Y todas tienen su propia historia de jornadas irrecuperables, primero en un taller, y luego en los astilleros y las aguas. Y Walter nos aclara: «Quinquela se dedicó a rescatar y coleccionar mascarones de proa de los barcos que llegaban al puerto de Buenos Aires. La mayoría eran construidos en astilleros de La Boca, y por eso reflejaban la identidad del barrio. No se sabe con exactitud cuándo empezó a coleccionar los mascarones. Lo hizo durante muchos años».
Entre 1923 a 1936, Quinquela tuvo su taller en Coronel Salvadores y Pedro de Mendoza. Los mascarones protegían la puerta de su lugar de creación. Y allí estuvieron hasta su traslado a su taller en los altos del futuro museo, a la espera de su inauguración en 1938. Y Víctor Fernández nos dice: «Quinquela fue un visionario porque cuando empieza a coleccionar los mascarones estos estaban muy lejos de ser considerados objetos artísticos y mucho menos que pudieran compartir las salas de un museo con muestras de un arte reconocido».
Poco antes, en 1937, Quinquela recibió una nota firmada por un señor, un tal Alexander, que se alojaba en el City Hotel, y que actuaba en representación del Museo Naval de los Estados Unidos. Este mensajero le ofreció la suma de 100.000 mil pesos para comprar toda la colección de mascarones. «Quinquela rechazó la oferta porque quería que quedara en el país», recuerda Walter.
La sala con nombre de un escultor
La sala de mascarones que nació de la vocación artística de Quinquela recibió el nombre del escultor Américo Bonetti, nacido en La Boca, de origen suizo, y quien aprendió su oficio en el taller de Francisco Parodi, al que luego nos referiremos. Bonetti creó tallas de madera de animales y personaje de las selvas del Chaco; y en el barrio boquense realizó «El Ángel de la Trompeta», con su firma, del año 1889, la pieza que preside la entrada de la sala. Este mascarón, en un sentido estricto, nunca fue tal. Durante años reposó en la esquina de General Martín Rodríguez y Suárez, en lo alto del Almacén del tabernáculo. Desde allí, hacía de guía a los barcos que regresaban por el Riachuelo. Respecto a esto, Víctor Fernández nos dice que, como parte del proyecto «Museo Delivery» del MBQM, en la esquina en la que se demolió el almacén en cuya altura reposaba «El Ángel de Trompeta», se colocó una réplica de cerámica. Por esta iniciativa, en los frentes de casas, empresas o espacios públicos, «se colocan reproducciones de obras del museo a pedido de los vecinos. Ya hay cerca de cuarenta reproducciones emplazadas en distintos puntos del barrio». Y así, «El Ángel de la trompeta», «de alguna manera volvió a lo que había sido su lugar».
Y en la sala de mascarones del museo salen al encuentro del visitante, por ejemplo, el mascarón de un pailebot (una goleta pequeña), «Carmen Ventura», una mujer de generosos senos cubiertos que prometía fertilidad y protección de los navíos, de 1869, anónimo. Una esposa podía ser motivo de un mascarón de proa, como «Angélica esposa», anónimo, de 1860. El desborde de vida de una cornucopia que sostiene una figura femenina también era garantía de resguardo y buena fortuna, como en el pailebot «La abundancia», anónimo, de 1870. También hay lugar para lo impregnado de historia política, como el mascarón llamado «Bartolomé Mitre», presidente de la Argentina (1862-69), personaje controvertido, de 1886, anónimo. O el mascarón «El conquistador», donado al museo por el padre adoptivo del artista, Manuel Chinchella y, probablemente, uno de los primeros mascarones que tuvo y que apreciaba mucho, también anónimo. Y también Manuel Chinchella donó el mascarón de la Balandra “Doña María”, construida en la Boca en 1870.
Mucha autoría indeterminada, pero respecto a esto Walter asegura que «el propio Quinquela decía que la mayoría de los mascarones habían sido creados por Parodi, un italiano, el primer artista instalado en La Boca, hacia 1860, aproximadamente, y por el mencionado Bonetti. En esa época, como los mascarones no se los consideraba obras de arte no los firmaban». Walter asegura que «La fama italiana», otro notable mascarón de la sala, de bella factura, de un pailebot, hacia 1860, es de la mano de Parodi. Perteneció a Juan Capurro, y luego a su hijo, Roberto Capurro, quien se lo donó a Quinquela.
Según Rubén Granara Insúa, Francisco Parodi nació en Génova en 1830 y falleció en Buenos Aires en 1892. Se estableció en la Boca antes de 1860. Era muy hábil, y parte de su labor creativa la dedicó a tallar mascarones de proa. Su taller estaba en la calle General Martín Rodríguez a metros de Pedro de Mendoza, en una casa lindera con la ubicada en esa esquina, en la que nació el primer artista boquense, el escultor Francisco Cafferata. Su hijo, Alfieri Parodi, fue un pintor reconocido por sus marinas.
También es de destacar la bella mujer del mascarón «La República» de Lino Grilli, el escultor que realizó, a su vez, el mascarón del buque escuela Fragata Sarmiento, ahora museo
A propósito de la visión de conjunto de la colección, Walter nos comenta que «la colección cuenta con 32 mascarones en total. En Argentina nunca se había considerado a los mascarones como piezas de colección. Esto empezó a ser así gracias a Quinquela»
En 1935, entre los vecinos de la Boca se expandió la noticia de que Quinquela atesoraba mascarones de los barcos. Así boteros, buzos, dragueros, viejos armadores, dueños de buques, lancheros o carpinteros, acordaron que los mascarones que pudieran rescatar debían tener como único destinatario a Quinquela
Y los mascarones «estrellas» de la sala son una diosa y un dios.
Venus y Eolo
Venus y Eolo en la sala de mascarones de proa del Museo Benito Quinquela Martín.
Venus es la diosa del amor, la sensualidad, el eros, la vida dulce y amable; Eolo es dios de los vientos, de los aires apacibles o indómitos. Las dos divinidades inspiraron los nombres de dos especiales mascarones que hoy reposan en el Museo Benito Quinquela Martín.
La mayoría de los mascarones aquí exhibidos nacieron de los pedidos de barcos asociados a la actividad del puerto de La Boca que tuvo su esplendor en la segunda mitad del siglo XIX. Pocos de los mascarones proceden de astilleros de otros puertos. Es el caso de los mascarones de los vapores Eolo (1884) y Venus (1889) comprados por la naviera de Nicolás Mihanovich, la más importante de la Argentina y de América latina, quizá.
Los vapores mencionados navegaron como transporte de pasajeros entre los puertos de Buenos Aires, Montevideo y Asunción. Los navíos y sus mascarones fueron construidos en los astilleros Danny Brothers de Dumbarton, Escocia, a fines del siglo XIX. Su peso es de ciento cincuenta kilos cada uno. Hace unos años fueron restaurados por el Instituto de Investigaciones sobre el Patrimonio Cultural de la Universidad Nacional de San Martín UNSAM.
William Denny and Brothers Limited fue una empresa naval escocesa que, entre comienzos del siglo XIX y su cierre en 1963, construyó gran cantidad de navíos, y se destacó especialmente en la construcción de barcos de vapor y transbordadores para el cruce del Canal de la Mancha. El río Clye fluye frente a Dumbarton, atraviesa Glasgow, y es quizá el río más importante en la fabricación de barcos en lo que fue el Imperio británico. Y Víctor nos agrega: «Si uno ve el mapa en la vuelta del río Clyde donde estaba Denny Brothers tiene rasgos que recuerdan a La Boca. En las inmediaciones hay un estadio de futbol local, como acá con el Estadio de Boca Juniors».
Por el devenir del río Clye, el Eolo y Venus llegaron al Mar del Norte y, desde allí, emprendieron el largo periplo atlántico hasta el Río de la Plata, un virtual «río marino» por ser el más ancho del mundo. Víctor Fernández también nos refiere que el vapor Eolo fue alcanzado por la desgracia. En el puerto de Montevideo, el 4 de noviembre, entre la neblina, chocó con el vapor Dálmata. En esa ocasión murió el escritor uruguayo Enrique Kubly Arteaga. El Eolo luego fue reparado, pero en 1924, finalmente, se sumergió en las aguas en Paraná de las Palmas. El vapor Venus, por su parte, fue desarmado en 1935. «Ambos mascarones, ya muy deteriorados, fueron donados a Quinquela por el señor Carlos Haynes», asegura Fernández.
Desde entonces forman una pareja mitológica en la sala del museo boquense. Venus combina la ancestral función protectora de los barcos con la sensualidad y fertilidad como un don potenciador de esa capacidad mágica; y el Eolo protege por su poder sobre los vientos.
Lo que Venus y Eolo saben
El mar es lo presente, y lo perdido. Cuando las embarcaciones eran frágiles corpúsculos flotantes en el mar, los marinos experimentaban fascinación y terror. Dualidad de la experiencia que Rudolf Otto, en “Lo santo”, señaló como corazón de la sensibilidad religiosa antigua. Lo fascinante por la inmensidad oceánica; terror, ante su grandeza ingobernable, honda, insondable, inefable en su presencia misteriosa.
Adentrarse en el mar demandaba audacia, amor por lo desconocido, avidez por la exploración y sus beneficios. Y la creencia en fuerzas mágicas que pudieran remendar, en parte, la pequeñez humana en los grandes océanos. Durante mucho tiempo, solo los vientos y las estrellas orientaban en la navegación.
Junto a la sala de mascarones del MBQM, hoy existen otras grandes colecciones en el mundo, como la que se encuentra en el velero británico Cutty Sark del siglo XIX, hoy en un dique seco, en Greenwich, Inglaterra. Una embarcación museo, con más de 100 mascarones. La colección de mascarones más grande del mundo.
Y el mar es misterio, profundidad secreta, juventud de lo que no envejece, música de las olas en concierto con el cielo del mediodía o las noches de lunas y estrellas.
Y en sus largos viajes, los mascarones escudriñaron el reino marino. Como la diosa Venus, una de las estrellas de la sala de mascarones del museo creado por un pintor de La Boca.
Alguna vez, esa Venus divisó por primera vez las aguas, en Escocia. Y por un río llegó al mar. Desde lo cercano a lo lejano, el océano todo lo cubría, era el continuo respiro de olas, el frescor de las mañanas, el sol íntimo, arriba, y las tempestades que rugían con sus puñales en el viento. Y Venus, al final, atisbó un río que parecía un mar. Allí, navegó por años. Y hoy, en un museo con pinturas de puertos y fuego, reposa y susurra el secreto del agua, a quien quiera escuchar.
Y el otro dios, Eolo, también surcó ríos y océanos; sonrió y gritó entre tormentas y tranquilas mañanas azules, entre aguas y espumas. Y, una vez, oyó algo macizo que se quebraba y perforaba, un agudo chillido de metal. Entonces, descendió al lecho. Allí durmió por varios años. Unas manos amables lo rescataron. Y hoy, también, al final, en un museo con pinturas de puertos y fuego, reposa y susurra el secreto del agua, a quien quiera escuchar.
(*) Esteban Ierardo es filósofo, escritor, docente, su último libro La red de las redes, Ed. Continente; su página cultural La mirada de Linceo: www.estebanierardo.com