CULTURA
el mundo que tenemos

Entre los mitos y las bombas atómicas

Hoy pende sobre nosotros la sombra de un holocausto nuclear, y junto con ello la toma de consciencia de los arquetipos escatológicos. El teólogo Luis Rivera Pagán ha trabajado ampliamente el problema de las armas nucleares y de la vivencia espiritual. Según concluye, ambas poseen una similitud asombrosa. Desde su invención, no solo la ciencia ha intentado ocupar el lugar de lo sagrado, estas armas sin duda lo han logrado, han suscitado un recogimiento religioso. Los líderes de las grandes potencias han cometido el sacrilegio de ocupar el trono de Zeus.

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Misiles. Arriba: Putin ordenó la producción en serie de misiles Oreshnik, que ya probó con éxito en Ucrania. Der.; Albert Einstein dialoga con Robert Oppenheimer. A der. abajo: Luis Rivera Pagán. | cedoc

En las sagas, el tema del “fin del mundo” funciona como una pulsión temporal que aspira a su propia cancelación. Siempre está por venir, pero nunca llega. En la narrativa religiosa, la posibilidad de la aniquilación total queda sumida a la promesa, jamás a la acción concreta, porque si los dioses soltaran los “vientos de la ira” caerían en su propia hybris, en un suceso de carácter absoluto, y su existencia ya no tendría sentido. Vemos pues una poderosa razón para que el Armagedón por manos divinas jamás llegue: no quedarían testigos para reconocer tal salvación devastadora y Dios, así como el diablo, quedarían aislados, demasiado solos, dejarían de ser quienes son.

Motivo por el cual Dios necesita del demonio para justificar su esencia, alimentar su sombra para emitir su luz; mientras se posterguen la redención y el juicio final, ellos podrán seguir protagonizando el drama universal a través del reconocimiento humano. Tal amenaza divina funciona entonces como disuasión del pecado. Yahvé y Satanás participan en complicidad de un juego trágico por el amor de Job, en una apuesta entre el Señor del cielo y Mefistófeles para probar hasta dónde llega la ambición de Fausto. Esto pone la narrativa religiosa en el campo del tiempo, dando espacio a la espera, a la fe, a la tensión, al silencio del Supremo, asimismo a la integridad humana tanto como al riesgo de un castigo eterno.

Hoy el mito conmina con hacerse realidad, hoy pende sobre nosotros la sombra de un holocausto nuclear, y junto con ello la toma de consciencia de los arquetipos escatológicos. El teólogo Luis Rivera Pagán ha trabajado ampliamente el problema de las armas nucleares y de la vivencia espiritual. Según concluye, ambas poseen una similitud asombrosa. Desde su invención, no solo la ciencia ha intentado ocupar el lugar de lo sagrado, estas armas sin duda lo han logrado, han suscitado un recogimiento religioso. Los líderes de las grandes potencias han cometido el sacrilegio de ocupar el trono de Zeus.

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Nuestra época construye nuevos metarrelatos, ahora nos enfrentamos ante la tecnología del Apocalipsis. Todo parece haber comenzado allá por 1945, cuando Robert Oppenheimer, miembro del Proyecto Manhattan, al contemplar el primer ensayo atómico citó las palabras del Bhagavad-Gita cuando Krishna, es decir el Dios Visnú encarnado, se manifestó ante el guerrero Arjuna en todo su esplendor: “Como un relámpago de mil soles que aparecieron de improviso en el cielo, tal es el resplandor que emana de esta alma divina… Yo soy la Muerte… estremecedora de todos los mundos”. También citó al poeta inglés del siglo XVII John Donne cuando alabó a la Trinidad: “¡Golpea mi corazón, Dios en tres personas!… Rompe, sopla, quema y renuévame”. Como la leyenda de Prometeo al observar los nuevos poderes humanos donde la técnica se ha vuelto contra el Olimpo. En aquel momento, nada menos que el secretario de Guerra estadounidense Henry Stimson afirmó: “Este proyecto no debe considerarse exclusivamente en términos militares, sino como una nueva relación del ser humano con el universo”.

En esa sintonía, el filósofo Jean Guitton nos advierte que una guerra nuclear debe ser concebida en modo potencial, para que opere solo en el campo de la probabilidad, pero no en el de la ejecución, de otro modo no habría ganadores, no habría una segunda oportunidad. No dejaría lugar para una continuación de la historia y, por lo tanto, si bien sucedería en el plano del acontecimiento, no así en el de la experiencia. No habría quien pudiera ostentar ninguna gloria. Se ingresaría en un no-tiempo. Se suprimiría por su misma realización. Caería dentro de una ontología sorda e ignota.

No es casual que las armas nucleares hayan adoptado una sensibilidad sagrada y participen como eventualidad del misterio de lo tremendo. Dichas ojivas listas para dispararse actúan como disuasión, empero no debería llegar a su consumación. Su utilización no solo sería un error estratégico, sino que se presentaría como una extraña paradoja: un exterminio total sin que nadie pudiera dar cuenta de ello. El absurdo de la aniquilación total como realidad objetiva daría como conclusión su ausencia como percepción subjetiva. Si todo lo que pasa se asume a la consciencia en el después –diría Immanuel Kant–, al no haber después, el hecho “en sí” carecería de entidad y caería en el campo inasible del númeno puro.

Esta contradicción, bien conocida por los dioses, es la que genera un espíritu de naturaleza mística, la que produce un quiebre del lenguaje. Aquello que no se puede simbolizar. La guerra nuclear como lo posible nos arroja a su imposibilidad. Su presencia mantiene un oscuro equilibrio, puede traer el terror más inconmovible, así como dar una esperanza para la paz. Herbert Marcuse durante la Guerra Fría supo interrogar: “¿La amenaza de una catástrofe atómica que puede borrar a la raza humana no sirve también para proteger a las mismas fuerzas que perpetúan ese peligro?”. De igual manera, mientras Karl Jaspers la justifica para limitar el avance de la Unión Soviética, Albert Camus cae en el espanto. En su editorial de Combat expresó: “La civilización mecánica acaba de alcanzar su último grado de salvajismo. Será preciso elegir en un futuro más o menos cercano entre el suicidio colectivo y la utilización inteligente de las conquistas científicas”.

Así pues, los misiles son ambivalentes, comparten juntamente el pavor infernal como la sensibilidad divina. Queremos erradicarlos del orbe, pero como están dadas las cosas sería más peligroso desmantelarlos que poseerlos. La dificultad estriba en que ya el hombre no puede ignorarlos, desde Hiroshima y Nagasaki ha gustado del fruto prohibido del conocimiento del mal y no hay vuelta atrás. Son como si fuesen deidades airadas, terroríficas, entidades serpentinas del averno que pendulan entre lo siniestro y lo sublime, cuya soteriología se nos presenta tanto destructiva como conservadora. Somos responsables de haber despertado el Gólem de la desmesura, que abre el panorama a una angustiosa incertidumbre. ¿Qué más decir? Tenemos que convivir con ellas. Con el peligro que representan. Son “deidades” que no podemos desconocer. Están allí, omnipresentes, aunque vivamos haciendo de cuenta que no existen. Este es el mundo que tenemos y que difícilmente podamos cambiar.