José Bertoni era mi tío y era camionero. Un viejo solterón y de carácter podrido, mañero, prolijo hasta lo obsesivo, siempre estaba impecable aunque no conocía el desodorante. Cada dos palabras rajaba una puteada, no podía armar una frase entera si en el medio no le metía una puteada. No quería a nadie, pero me quería mí y a todos sus sobrinos nietos hasta que entrábamos a la adolescencia. Mientras éramos niños nos adoraba; por supuesto no se cuidaba la boca delante nuestro y todos aprendimos a maldecir oyéndolo a él. Pero cuando empezaba a asomarnos la pelusa del bigote, las tetas, empezábamos a oler agrio o la cara florecía de acné, José Bertoni nos apartaba de su lado, pasábamos a formar parte del resto de la humanidad, esa gente a la que por alguna razón despreciaba.
En los veranos nos subía al camión y nos llevaba a los arroyos o al campo. Nos enseñaba a pescar. A cazar no, no le gustaban las armas, lo único que se permitía era un cuchillito verijero, chiquitito, afilado como la mierda, que a veces se metía en la cintura, sobre todo esos días que andaba un poco más oscuro que de costumbre. No supe que alguna vez lo usara contra alguien, pero lo tenía y a veces lo sacaba para pelarnos una naranja o sacarle las tripas a un pescado.
Nunca se casó. No quiso o no pudo, no sé. A veces hablaba de una novia heredera de campos a la que llamaba “la Gorda”, era una mujer grande ya, como él, otra que se había quedado para vestir santos; parece que a ella él le gustaba y según él quería casarse, pero a esa altura para qué, decía. Había tenido sí una novia cuando éramos más chicos, la Cristina, una chica hermosa y madre soltera. Habían andado un tiempo largo, dos o tres años, medio viviendo juntos ellos dos y el hijo de la Cristina, pero un buen día ella se fue y se llevó al nene, el Gringo le decían.
El camión era una belleza, me encantaba quedarme sentada en la cabina que siempre olía bien, a cuerina, a tierra y a pinito. Tenía el manubrio forrado en peluche y una ristra de banderines colgados encima del parabrisas. Una estampita de la Virgen de Luján sobre el espejito retrovisor y al lado un almanaque de bolsillo con una mujer desnuda. Sobre el lado del conductor, una toalla que cubría el asiento y el respaldo, porque los días de mucho calor manejaba en cuero. No hacía viajes largos, iba y venía por los pueblos cercanos acarreando ladrillos o arena o cal que traía de la calera.
De esos viajes cortos contaba siempre una anécdota que no sé si era cierta o era un cuento que había escuchado por ahí y se lo había apropiado para darse importancia y darnos cagazo a nosotros. A él le gustaban las putas, tenía una fija que venía a su casa, pero además cuando andaba trabajando si se topaba con una rutera, se daba el gusto. Dice que una siesta en que el calor rajaba la tierra, en la banquina, a la sombra de los montes de eucalipto de la papelera, le hizo señas una mujer. Aminoró la marcha para verla mejor a medida que se acercaba y dice que era linda, no estaba baqueteada como la mayoría de las ruteras, era jovencita y estaba bien arreglada. Estacionó y la chica se trepó al camión, hicimos lo que había que hacer, dice porque a nosotros no nos daba detalles, éramos niños. Y la dejó ahí, dice. Y tanto le gustó la puta, que se llamaba Rosa, que al otro día volvió. No estaba, pero ahí en el mismo lugar donde la había levantado había un viejo altarcito hecho con unas piedras blancas, unas flores de tela descoloridas por el sol y una cruz de madera donde con pintura de uñas habían escrito Rosa Aguirre 1950-1968.