CULTURA
Entrevista

Fernández Burzaco: "Mi cuerpo es un flash y genera susto"

En "Formas propias. Diario de un cuerpo en guerra", el joven escritor y periodista reflexiona de manera luminosa sobre la enfermedad que padece.

MAtías Fernández Burzco
El escritor y periodista, y su obra. | Instagram

¿Cómo hacer para contar una enfermedad sin caer en golpes bajos? ¿Cómo hacer para no quedar en el fondo de esa biblioteca que apila crónicas del yo que así como llegan también se van? ¿Son suficientes las herramientas literarias para hacerlo? Estás preguntas que sobrevuelan cualquier cabeza que quiera emprender el viaje hacia este tipo de escritura singular, también se las hizo Matías Fernández Burzaco cuando se puso a escribir sobre su cuerpo y la enfermedad que padece: fibromatosis hialina juvenil, que se caracteriza clínicamente por lesiones cutáneas, hipertrofia gingival, contracturas en flexión de las grandes articulaciones y lesiones óseas. Y que como cuenta el propio autor en su libro Formas propias. Diario de un cuerpo en guerra (Tusquets), “es genética y autosómica recesiva: mis padres, ambos, tienen el gen de la patología. Fabrico más colágeno de lo normal, más piel, más tejido conectivo, y así nacen estos bultos redondos, los nódulos, que son tumores benignos”.

En el mundo hay 65 casos que reportan esta enfermedad y dos están en Argentina. Uno de ellos es este joven de 22 años que vive en el barrio porteño de Flores. Hace tres años decidió embarcarse en una investigación periodística sobre sí mismo y con sus miedos al servicio del papel, se propuso un pacto: en estas páginas nada que tenga gusto a resiliencia y resulte empalagoso. “Lejos de lamerse heridas falsas y hacer de la escritura un confesionario amateur”, como escribe Josefina Licitra en su prólogo, esta historia se conduce por la incertidumbre y por la necesidad de saber algunos porqués. “Durante algunos segundos, mientras duermo, dejo de respirar. Por los nódulos y la movilidad reducida, mi torax es chico y no se expande”, escribe en uno de los capítulos. Fernández Burzaco recibe a PERFIL en su casa. Al cruzar la entrada, a la derecha hay un ambiente con ventanas abiertas de par a par, espejos grandes y de las paredes se sujetan barras de baile clásico. Es el salón que utiliza su mamá para dar clases de danzas. Allí está él, sentado en su silla de ruedas y con barbijo. ”Hagamos la nota en mi cuarto mejor, así me acuesto”, dice y le pide a su amigo que lo lleve.   

“Han pasado un zoológico de enfermeros por mi casa. De golpe me empezó a encantar retratarlos en paralelo con retratarme a mí y hacer una radiografía de mi cuerpo y pensar por qué los nódulos o por qué no puedo cerrar la boca, estirar las piernas, levantar los brazos. O por qué delegué en mis padres el tema de la vestimenta. El libro fue un gran empujón de independencia. Sobre todo en el trabajo periodístico y en la curiosidad de saber qué hay en mi cuerpo. Una especie de introspección para saber qué pasa con el deseo y con las ganas”, cuenta sobre este libro. Recostado en posición fetal, ahora le pide a su amigo que le levante un poco la cabeza hacia la almohada. Atrás de su cama, reposa el respirador que utiliza para dormir, su guardián nocturno, y unas luces led alumbran desde el techo. Hay un sillón de cara a un televisor grande, una Play Station, ropa dispersa por toda la habitación y la silla de ruedas descansa a un costado. 

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A menos de un cuatrimestre de terminar la carrera de periodismo deportivo en ETER, entre aburrido y ensimismado por la escritura, decidió dejarla y poner el foco en historias de largo aliento. Empezó por terceros y retrató algunos deportistas para Página/12 y La Nación, hasta que Marcelo Rodríguez, profesor de técnicas periodísticas, le sugirió que deje de escribir sobre otros y escriba sobre él mismo. “Cada vez que te leo siento que te tenes que escribir sobre vos. Quiero saber cómo comes, cómo te levantas, cómo haces para manejar tu cuerpo, cómo manejas la mirada ajena”, le dijo. Al principio se negó, hasta que lo hizo y encontró una fuerza interna que empezó a crecer y sedujo la mirada de lectoras de alto calibre: Leila Sucari, Leila Guerriero –editora del libro– y Licitra. “Creía que no tenía las herramientas literarias y al mismo tiempo venía con muchos ataques de pánico por una vez que fumé en Plaza Irlanda. Venía bastante mal, dejado de la secundaria y jugando con la inestabilidad de mi psiquis” –dice– “Me daba miedo hacerlo de un día para el otro. Nunca me había hecho tantas preguntas y ni me había atrevido a mirar mis miedos a los ojos, pero cuando escribí dos páginas noté que había frases propias, imágenes propias”.

Pasillos de hospitales, sangre, agujas, pacientes muertos, mucha marginalidad y ambientes sórdidos, fueron parte de su vida y todavía lo son. Tuvo enfermeros para todos los gustos: uno que le apretaba los testículos para ver si quería hacer pis, otro que tomaba cocaína y pintaba las paredes, otro milico en la época de la dictadura, otro que lo quiso masturbar con guantes; también hay amigos fraternales que nunca negaron su presencia ante un llamado suyo, padres separados que se debaten las formas de cuidado, la mirada ajena y un mar de placeres surfeando en una mente abstraída por el deseo de protagonismo sexual. “Me la quiero garchar con rabia. Pero cobra. Entonces también me da bronca no haber encontrado a una mujer que se sienta seducida por mí ¿Por qué voy a pagar? Quiero una chica a la que le guste treparse a mi silla de ruedas, que se toque pensando en mí”, escribe.

Impunidark
Los chicos se asustan cuando lo ven, algunos lloran, otros salen corriendo o se escoden detrás de sus padres. “Empecé a escribir cuando salí a la calle y vi a un pibito asustado. Veía su expresión y me parecía maravilloso. Mi cuerpo es un flash y genera esto. Nunca me pareció triste ni malo. Es como es”, dice y suelta una risa. “El hecho de nombrarme de muchas maneras en el libro (deforme, monstruo, bicho raro, cuerpo derretido), hacer descripciones de mi oreja, mi nariz, me dio cierta impunidad. Siento que nadie me puede cargar porque ya me nombré de ochenta mil maneras. Tengo una canción que se llama Impunidark que dice: no me pueden descansar, piensan que al toque me voy a descansar, pero no, yo me quedó acá: impunidark, no me pueden descansar. Es un poco lo que siento. No soy inimputable, pero siento que no me pueden afectar o bardear físicamente porque ya me nombré de un montón de maneras. Lo sigo haciendo. Todo el tiempo hago chistes de discapacidad con mis amigos”.

Fernández Burzaco, además de escritor y periodista, es rapero. “No soy como el típico rapero underground que creció rapeando de guachin y que siempre estuvo en la esquina ranchando y rapeando. Lo mío fue una aparición en la secundaria y con el libro. Fue con la mezcla de la escritura, la palabra, el rap. Me gusta mucho amasar la palabra, hacer malabares con las palabras. Jugar con la métrica, con las estructuras de las rimas. Me gusta improvisar un montón y meterme en lugares difíciles. Me gusta rimar todas las vocales por ejemplo. Me obsesiono y trato de hacer algunos trucos más difíciles”, confiesa y asegura que tiene más de quince temas listos, pero que no sabe en qué formato los vas a lanzar. “No sé si soltar un disco de quince u ocho temas o lanzar varios de cuatro temas con un videoclip re zarpado que se llama “los nenes me odian”. Trata sobre la mirada adulta reflejada a través de los niños. Es un registro de miradas que tomé con una go pro escondida. Un montón de pibitos se asustaban al verme. Uno que iba en bici se chocó contra un árbol por verme a mí”, cuenta y se ríe cómplice con su amigo. “Ojalá no vayamos todos presos”.