CULTURA
Teórica queer

Filosofía en 3 minutos: Judith Butler

Claves para entender el pensamiento de la filósofa estadounidense y activista de género que ha logrado difundir la teoría queer mucho más allá del ámbito académico.

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Judith Butler (Cleveland, 1956) | Cedoc.

La teoría queer (“raro”, “excéntrico”) considera que la noción de género, que se basa en la diferencia sexual, es una construcción social y política y no algo natural, biológicamente determinado. El vocablo lo usó por primera vez la pensadora feminista Teresa de Lauretis en 1991 como presentación a una compilación suya de estudios gays y lesbianos, aunque aclaró que ese concepto no se relacionaba con el grupo Queer Nation, una organización de lucha a favor de los derechos LGBT fundada en 1990 en Nueva York por los activistas contra el sida de la organización ACT UP. A través de la palabra queer, de Lauretis trazó en realidad la diferencia de su enfoque, influenciado por el pensamiento de Michel Foucault, con los estudios gay y lesbianos clásicos y ofreció una nueva orientación respecto de la problemática de género. Sin embargo, según David Halperin (Universidad de Michigan), en San Foucault. Para una hagiografía gay (1995), los miembros de ACT UP, creada por el escritor Larry Kramer en 1987, también estaban bajo el influjo de La voluntad de saber (1976), el primer tomo de Historia de la sexualidad de Foucault.

En todo caso, de Lauretis no ha sido tan importante en la conformación de la teoría queer como Monique Wittig con El cuerpo lesbiano (1973), la antropóloga Gayle Rubin con Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad (1984) y Eve Kosofsky Sedgwick con sus obras Between Men: English Literature and Male Homosocial Desire (Entre hombres: literatura inglesa y el deseo homosocial masculino, 1985) y Epistemology of the Closet (Epistemología del armario, 1990). También Donna Haraway, la autora de Cyborg Manifesto (1985), y Leo Bersani con el ensayo ¿El recto es una tumba? (1987) y Homos (1995), suelen reconocerse por sus aportes al desarrollo de la queerness (“raridad”) y algunos otros escritores y estudiosos que no han logrado atravesar los círculos académicos y proyectarse más o menos masivamente.

Entre todos ellos, la mayoría profesores universitarios, no cabe duda que Judith Butler (1956) ha logrado difundir la teoría queer mucho más allá del ámbito académico y alcanzar el status de la filósofa más conocida de la escuela y, muy posiblemente, la que ha radicalizado en mayor medida sus planteos y premisas. Docente de la Universidad de California en Berkeley y del Birbeck College (Inglaterra), ha recibido varios premios (el Andrew Mellon, el Adorno de la ciudad de Frankfurt, el Brudner de la Universidad de Yale, el Chevalier des Art et des Lettres del Ministerio de Cultura de Francia) y numerosos honoris causa (Universidad París-VII, Universidad McGill, Universidad de St. Andrews, Universidad de Friburgo, Universidad de Buenos Aires, etc.). Butler, además, es una activista no sólo de género y por los derechos humanos de las minorías sexuales sino de políticas por la paz. Desde El Género en disputa. Feminismo y la subversión de la identidad (1990), su segundo libro, paulatinamente se ha convertido en la pensadora queer más famosa y, por esto mismo, combatida como exponente de una peligrosa “ideología de género” que desafía creencias religiosas y metafísicas, hechos naturales y verdades científicas.

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Por supuesto, los adversarios de Butler no se equivocan. Para ella no existen sexos, sino roles construidos socialmente, una inquietante tesis que ya se encuentra establecida en esencia en La voluntad de saber.  A juicio de Butler, cuyo punto de partida es justamente la genealogía del poder de Foucault con relación a la sexualidad, resulta imposible escindir el género del contexto político y cultural en el que se produce y se sostiene. Por lo tanto, si el género se constituye a través de los significados sociales y culturales que consiente el cuerpo sexuado, no es únicamente producto del sexo. Entre este y el género construido culturalmente hay un corte. La idea de que existen sólo dos sexos implica que se da una mimesis entre género y sexo, donde el primero refleja el segundo o está restringido por él. Por el contrario, Butler piensa que si el género se produce en forma independiente de la sexuación, “hombre y masculino” puede significar tanto un cuerpo de mujer como uno de hombre, y “mujer y femenino” tanto de hombre como de mujer. Más aún, en cuanto el sexo siempre se muestra inseparable del género forman una unidad y, en ese sentido, ambos se construyen culturalmente a la vez, de modo (y este es el punto crucial) que el “sexo” se conforma como naturaleza “prediscursiva”, algo anterior a la cultura.

El género en disputa, en definitiva, cuestiona la identidad de género del feminismo extremando la definición de Simone de Beauvoir en El segundo sexo, cuando afirma que no se nace mujer sino se llega a serlo. Ese tránsito se realiza por obligación cultural y no por la imposición fáctica del sexo. Según Butler, el estudio de Beauvoir no asegura que el sujeto que se hace mujer sea necesariamente del sexo femenino, porque en la medida que el cuerpo es situacional siempre se halla interpelado por significaciones culturales y, en consecuencia, el sexo podría no responder de acuerdo con su naturaleza prediscursiva para reflejarse en el género. Por otra parte, Beauvoir tiende a suponer que hay una “persona”, un yo-sustancia, con diferentes atributos que encarna corporalmente en un género, lo que para Butler la ubica dentro de la distinción cartesiana entre libertad y cuerpo o conciencia y cuerpo, un dualismo jerárquico que subordina el segundo a la primera (la mente, el alma) como un instrumento y, por asociación cultural, lo femenino a lo masculino. Butler, al contrario, afirma que la identidad de la “persona” – un supuesto pletórico de reminiscencias teológicas – se produce a través de normas sociales y políticas de inteligibilidad y se preserva mediante los conceptos de sexo, sexualidad y género. 

El género en disputa postula que la “verdad” del sexo se construye por medio de prácticas normativas y reguladoras asentadas sobre una matriz de reglas coherentes de género. En otras palabras, la heterosexualidad surge de una economía de oposiciones asimétricas y discretas entre “femenino” y “masculino” como propiedades que corresponden con “hombre” y “mujer”. De este modo se hace inteligible culturalmente la identidad de género y, en el mismo movimiento, se tornan ininteligibles otras “identidades” en las cuales el género no deriva del sexo anatómico o los placeres del deseo ni de este ni del género. La “identidad” sexual, en suma, es un efecto de prácticas discursivas y culturales, y de regímenes de poder, que reglamentan el significado y la forma de la sexualidad, estableciendo la heterosexualidad reproductiva y médico-jurídica como obligatoria. Butler, en este aspecto, recurre a la hipótesis de Wittig acerca de que la idea misma de “sexo” desaparecería si se altera y se descentra la hegemonía heterosexual, y, por otro lado, a la performatividad del lenguaje y del discurso (es decir, a su capacidad de “hacer cosas”) para explicar la objetivación del sexo como una sustancia idéntica a sí misma, el sistema binario de los sexos y la imposibilidad de ser de un sexo o de un género sin fallas.

Esta producción social y política de sexo, sexualidad y género, según Butler, remite a la metafísica de la sustancia que atacó Nietzsche por diversos medios, por ejemplo, caracterizando como ilusoria la creencia en que la relación gramatical entre sujeto y predicado refleja una realidad ontológica sustantiva. De manera análoga, el “ser” de un sexo o de un género participa de esta metafísica en cuanto somete el género a la “identidad” sexual, a su sentido psíquico innato y al deseo que implica. El género se construye unificando el yo y manteniendo esa unidad en relación con un sexo opuesto, cuya organización posee supuestamente una coherencia interna equivalente pero opuesta entre sexo, sexualidad y género. De esto se desprende que cualquiera de los géneros, hombre o mujer, requiere para establecerse de una heterosexualidad invariable y en oposición que exige y funda la “identidad” de cada uno de los términos de género y delimita su campo de posibilidades dentro del esquema binario. Se presupone así una conexión causal entre sexo, deseo y género e, incluso, que el deseo expresa el género o este a aquel. Tanto en este modelo naturalista como en el expresivo, en el cual algo verdadero del yo se muestra en forma sucesiva o simultánea en el sexo, el deseo y el género, opera la ilusión de una simetría, de que existe una sustancia, un “ser” detrás del “hacer”, como dice Nietzsche.  

Queda claro: Butler plantea que no existe el sexo, la sexualidad y el género como una realidad natural o la manifestación de un psiquismo predeterminado sino como un efecto performativo de prácticas y normas sociales, políticas y culturales y, por eso mismo, falible. Esto no equivale a afirmar que el género sea una mera ficción o artificio, porque es un “hacer”, aunque no un actuar de una “persona” o sujeto preexistente a la acción. El género consiste en un procedimiento de construcción, en una estilización del cuerpo sexuado, una sucesión de acciones reguladas por un marco estricto, que con el tiempo se cristaliza para producir la apariencia de sustancia, de un ser natural que ocupa el lugar de “lo real”. En cambio, para Butler, la univocidad del sexo, la coherencia interna de género y el binarismo de los sexos son ficciones ordenadoras que fortalecen y naturalizan regímenes históricos de poder confluyentes con la opresión masculina y la hegemonía heterosexista. En consecuencia, si el género se construye culturalmente dentro de relaciones específicas de poder, la subsistencia de un sexo o sexualidad normativa anterior o afuera del poder es una imposibilidad cultural y política.   

El género en disputa discute largamente con la teoría psicoanalítica lacaniana, una discusión que se prolonga en las obras posteriores de Butler. En Lacan, la diferencia sexual no se fundamenta en el binarismo de la metafísica de la sustancia, puesto que el sujeto masculino es una construcción realizada por la ley que prohíbe el incesto y desplaza al infinito el deseo, mientras lo femenino significa esa falta impuesta por el tabú del incesto, lo Simbólico (la “castración”) o la ley del Padre, una serie de reglas lingüísticas que origina la diferencia entre los sexos. En la elucidación de Butler, la postura masculina recibe la heterosexualización por medio de la prohibición del incesto, que funda la ley del Padre, la cual exige el alejamiento del hijo de la madre para formar el parentesco. Del mismo modo, lo Simbólico heterosexualizador rechaza el deseo de la hija por la madre y por el padre y demanda que acepte la maternidad y el vínculo parental. Lo masculino y lo femenino se producen mediante un conjunto de prohibiciones que producen géneros inteligibles culturalmente, pero a condición de crear una sexualidad inconsciente que retorna, no en lo Real o lo Simbólico sino en lo Imaginario. Estos tres registros de lo psíquico en la teoría lacaniana se formalizan en el grafo del nudo borromeo (tres aros enlazados de tal manera que al retirar uno se liberan los restantes) para enseñar su estructura, cuyo triple enlace define el llamado objeto a o “causa del deseo”. Posteriormente Lacan agrega un cuarto lazo, el sinthome, que designa en parte el “Nombre del Padre”.

Ante esta teoría de origen estructuralista, Butler ha ensayado diversas críticas. Entre estas se encuentra (una de las iniciales) la expuesta en El género en disputa acerca de la paradójica modalidad con que Lacan, para quien no existe una realidad prediscursiva, fija el campo de aquello que está excluido antes del establecimiento mismo del orden simbólico. Si bien es posible sostener que la represión crea lo reprimido mediante la ley prohibitiva, Butler entiende que esta argumentación no alcanza para explicar la nostalgia por la plenitud perdida por efecto de lo Simbólico experimentada por la jouissance (el “goce”) en la teoría lacaniana. Esta se vuelve dudosa, además, en la medida que el precepto simbólico de la sexuación (binaria) conduce al fracaso de la demanda de amor o al descubrimiento del carácter fantasmático de la identidad sexual. Butler considera que en Lacan parece haber una idealización religiosa de este “fracaso” y de la sumisión y autolimitación ante la ley. A su juicio, la dialéctica entre el mandato jurídico irrealizable y el fracaso ineludible ante la ley del Padre recuerda en mucho a la relación entre la deidad masculina del Antiguo Testamento y los súbditos humillados que prometen obediencia sin recompensa alguna.

*Doctor en filosofía, escritor y periodista

@riosrubenh

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