Como se sabe, Max Weber (1864-1920) es reconocido como uno de los fundadores de la sociología moderna y, a la vez, como filósofo, politólogo, jurista, economista e historiador. Tantos diversos oficios que se le adjudican merecen una explicación. Weber, en realidad, estudió derecho (disciplina que nunca ejerció) en las universidades de Heidelberg, Berlín y Göttingen, donde se doctoró en 1889 con una tesis sobre historia jurídica. Sus primeras investigaciones, sin embargo, fueron sobre temas económicos. Entre 1894 y 1895 ocupó una cátedra de economía en la Universidad de Friburgo y, luego, en la Universidad de Heidelberg hasta 1897, cuando abandonó a actividad académica debido a las fuertes depresiones que sufría, muy posiblemente relacionadas con la muerte de su padre –un prominente industrial, jurista y político parlamentario del Partido Liberal Nacional (en alemán, Nationalliberale Partei, NLP) en la época de Bismarck–. Después de varias internaciones en sanatorios y de un viaje a Italia con su esposa, en 1903 renunció definitivamente a su magisterio de profesor, a la vez que publicaba sus primeros trabajos científicos. Ese mismo año asumió el cargo de editor asociado del Archivo de Ciencias Sociales y Bienestar Social.
En la biografía intelectual de Weber se le concede cierta importancia el viaje que realizó, desde agosto a diciembre de 1904, a Estados Unidos para participar en un congreso científico internacional, donde dio una conferencia sobre “Problemas agrícolas de Alemania. Pasado y presente”. Se dice que, durante su instancia, se sorprendió por la influencia de las iglesias protestantes en la sociedad estadounidense y por el proceso de burocratización del país y su organización política. Este viaje se encuentra en la génesis del libro más famoso (y el único publicado en vida) de Weber, porque al año siguiente publicó La ética protestante y el espíritu del capitalismo, un trabajo fundamental sobre la modernidad que abrió un fértil campo de investigación sociológica, antropológica y filosófica, que aún no se ha cerrado, acerca de las determinaciones de la religión en la formación de los sistemas económicos y políticos. A comienzos de 1909 creó en Berlín, junto con Georg Simmel y Werner Sombart, la Sociedad Alemana de Sociología, y hasta 1914, formó parte de la Asociación de Política Social. Después de la guerra se manifestó más claramente su interés por la política.
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En 1918 fue consultor de la Comisión del Armisticio Alemán, para la cual escribió el borrador de la Constitución de Weimar junto con Hugo Preuss, y aceptó una cátedra de economía en la Universidad de Viena, mientras estallaba una profunda crisis política en Alemania. Weber no fue indiferente. En esa época publicó algunas de sus investigaciones sobre sociología de la religión y varios artículos para el periódico Frankfurter Zeitung sobre la situación política alemana, e ingresó al partido de centro-izquierda Deutsche Demokratische Partei (Partido Democrático Alemán, DDP, al cual pertenecieron Albert Einstein y Thomas Mann). Weber participó intensamente en la campaña de las elecciones para la Asamblea Nacional constituyente, celebradas el 19 de enero de 1919, pero no fue elegido, aunque el DDP obtuvo el 18,6% de los votos. Weber era inicialmente diputado por Frankfurt, lista de la que fue excluido y puesto en de Essen-Nassau, donde tenía muy pocas chances. La decepción que esto le produjo marcó seguramente la conferencia que dio ante estudiantes en la Universidad de Múnich (capital por entonces de la breve República Soviética de Baviera), el 28 de enero de 1919, sobre Politik als Beruf (La política como profesión), más conocida como La política como vocación, uno de sus textos más populares y con mayor influencia en la opinión política, aunque muchos repiten sus conceptos sin saberlo.
Es en este discurso de filosofía política, ya clásico en sociología y ciencias políticas, donde Weber define el Estado como una comunidad humana que, dentro de un determinado territorio reclama para sí, con éxito, el monopolio de la violencia física legítima, y a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el uso de la violencia física en la medida en que el Estado lo autoriza como la única fuente de tal derecho. De modo que la política, para Weber, es la pretensión de participar en el poder o a influir en la repartición del poder entre los diferentes Estados o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos que lo componen. Por ello las cuestiones políticas dependen directamente de los intereses que existen sobre la distribución, la preservación o la transferencia del poder. Quien hace política aspira al poder como medio para la obtención de otros fines (idealistas o egoístas) o por el poder mismo, con el fin de gozar del sentimiento que este otorga. El Estado, en consecuencia, radica en una relación de dominación de un grupo de individuos sobre otros, que sólo se sostiene a través de la violencia legítima. De ahí que, para subsistir, necesita que los dominados respeten la autoridad que pretenden manifestar quienes dominan.
Weber afirma que en principio existen tres tipos de justificaciones para fundamentar la obediencia a la dominación política. En primer lugar, la costumbre respetada por su antigua y venerable fuerza, que es la legitimidad tradicional, como la de los patriarcas y los príncipes antiguos. En segunda instancia, el carisma personal, la entrega estrictamente personal y la confianza, también personal, en la capacidad para la clarividencia, el heroísmo u otras cualidades de líder que alguien revela. Esta autoridad “carismática” corresponde a la de los profetas o, en la política, a los generales electos, los gobernantes plebiscitarios, los grandes demagogos o los jefes de los partidos políticos. En tercer término, la legitimidad basada en la legalidad, en la creencia en la validez de las normas legales y en la idoneidad objetiva instituida sobre leyes racionalmente creadas que, por esto mismo, exigen obediencia a las obligaciones legalmente establecidas.
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En la práctica, señala Weber, la obediencia de los dominados está anclada en diversos motivos de temor y de esperanza (temor al detentador del poder o de sus dones extraordinarios, y esperanza de una recompensa terrena o, incluso, ultraterrena), además de los más diversos intereses. Pero cuando se cuestionan las razones de la legitimidad de la obediencia siempre se recurre a uno de estos tres tipos de justificación que Weber denomina “puros”, los cuales raramente se encuentran en la realidad. Aun así, estas ideas de la legitimidad y su fundamentación son de gran importancia para la estructura real de la dominación. A Weber le interesa, en especial, el segundo de estos tipos, la dominación procedente del “carisma” personal, porque en sus más altas expresiones emerge la idea de vocación (de latín vocatio, “llamado”). La subordinación al carisma del profeta o del caudillo en la guerra, o al gran demagogo en la iglesia o en la política, significa que este individuo es percibido como alguien que está “interiormente llamado” a gobernar a los demás, los cuales no le obedecen porque lo ordene la costumbre o un precepto legal, sino porque creen en él en la medida que se entrega a su “vocación”. Este tipo, si bien aparece en diferentes lugares y épocas, es propio de Occidente, alega Weber, y surge con el demagogo libre de la polis griega.
El ejercicio de la dominación de cualquiera de estos tipos, y de una administración continua de ella, requiere tanto de la obediencia de los súbditos como de disponer, gracias a esta obediencia, de aquellos bienes que se necesitan para el empleo del poder físico: el personal administrativo y los medios materiales de la administración. Obviamente, comenta Weber, el equipo administrativo que representa hacia el exterior a la empresa de dominación política, como en toda otra empresa, no está en relación con los poderosos por las ideas de legitimidad sino por dos elementos vinculados con el interés personal: la retribución material y la distinción social. El crecimiento del Estado moderno, absolutamente burocrático y racional, según Weber, comienza cuando un príncipe expropia los dueños privados del poder administrativo que se encuentran sometidos a él, es decir, los propietarios – la vieja aristocracia – de medios de administración y de guerra, de patrimonios financieros y bienes políticamente útiles. Lo mismo sucede, en paralelo, con la empresa capitalista mediante la gradual expropiación de todos los productores independientes, como infiere Marx. Al final, en el Estado moderno no queda ningún funcionario que sea dueño del dinero que gasta o de las instalaciones, enseres o máquinas que emplea. En el Estado moderno se realiza, por lo tanto, al máximo (y esto es fundamental en el concepto weberiano de Estado moderno) la disociación entre el equipo administrativo y los contextos materiales de la administración.
Weber menciona que en algún momento de este proceso de expropiación aparecieron, inicialmente como asistentes del príncipe, los primeros políticos profesionales, los cuales no querían gobernar por sí mismos, como los caudillos carismáticos, sino para jefes políticos. En las luchas del príncipe expropiador contra los estamentos se pusieron de su lado e hicieron de esa prestación política un modo de ganarse la vida y, además, un ideal de vida. Sólo en Occidente, señala Weber, se encuentran esta clase de políticos profesionales. Si bien sirvieron también a otros poderes, y no sólo a los príncipes reformistas, fueron el arma más importante del que éstos se valieron para afianzar su poder. En ese sentido, observa Weber, políticos ocasionales somos todos cuando depositamos nuestro voto, opinamos de política o participamos de algún evento político. Políticos semi-profesionales son los dirigentes de organizaciones políticas que, por lo general, sólo en caso de necesidad se ocupan de tareas políticas, pero sin vivir de ellas ni para ellas, o también los parlamentarios que sólo hacen política en el parlamento.
Hay dos formas, dice Weber, de hacer de la política una profesión: o bien se vive para la política o bien se vive de ella, aunque las alternativas no se excluyen. Ordinariamente se hacen las dos cosas. Quien vive para la política hace de ello un estilo de vida personal, o se deleita con el poder que tiene o por haberle dado un significado a su vida. Sin embargo, aclara Weber, para que alguien pueda vivir para la política en un sentido económico, bajo un régimen democrático y en una sociedad basada en la propiedad privada, debe ser económicamente independiente del capital que la política pueda aportarle. Pero tiene que ser, además, económicamente libre, esto es, que sus ingresos no dependan del hecho de que dedique todo o una parte significativa de su trabajo personal a conseguirlos. Por lo tanto, enteramente libre en este sentido es sólo el rentista, el que obtiene una renta sin trabajar. Ni el obrero ni el empresario modernos son libres de esta manera. Por razones meramente técnicas se libera, en cambio, con mucha mayor facilidad de sus obligaciones económicas el abogado, y por eso ha logrado como político profesional un lugar mucho más destacado que el médico u otras profesiones.
La dirección de un Estado o de un partido por individuos que viven para la política y no de la política, piensa Weber, significa forzosamente un reclutamiento de los dirigentes en capas sociales carentes de patrimonio. Esto no implica que el grupo políticamente dominante no trate también de vivir de la política y no utilice su dominación política para sus beneficios económicos privados. El reclutamiento no plutocrático del personal político, tanto de los dirigentes como de los partidarios, se apoya sobre el supuesto, argumenta Weber, de que la empresa política les proporcionará remuneraciones regulares y seguras. El político profesional que vive de la política puede recibir prebendas, un sueldo, conseguir estipendios provenientes de tasas y comisiones por servicios determinados (los sobornos y cohechos son una variante ilegal de este tipo de ingresos), percibir un honorario estable en especie o en dinero, o ambos a la vez. Los jefes de partido retribuyen con cargos. Toda lucha entre partidos persigue un fin político, pero del mismo modo, y, sobre todo, el control sobre la repartición de los puestos.
Weber entiende que, desde la aparición del Estado constitucional, el “demagogo” es la figura típica del líder político en Occidente. Las connotaciones aberrantes de esta palabra no deberían hacer olvidar que no fue Cleón (adversario de Pericles), sino Pendes (elegido estratega entre 443 y 429 a.C., gran orador y reformista de la democracia ateniense), el primero al que se le adjudicó ese nombre. El político carismático suscita satisfacción en aquellos que trabajan, no para el programa genérico de un partido compuesto por personalidades mediocres, sino para un jefe al que se entregan con confianza. Es el elemento carismático de todo caudillaje, precisa Weber. Esta figura se ha impuesto en distintos grados en los distintos partidos y países, pero siempre en lucha contra los políticos notables y parlamentarios que resguardan su propia autoridad. Inicialmente se impuso en los partidos burgueses de los Estados Unidos, después en los partidos socialdemócratas. Cuando no existe un caudillo reconocido, e incluso cuando existe, resulta inevitable negociar con la presunción y los intereses de los notables del partido. El riesgo principal de este tipo de liderazgo es que los burócratas del partido se apoderen de la maquinaria del poder. El efecto de este sistema en Alemania, dice Weber, ha sido tal que, con excepción de algún miembro del gabinete, los integrantes del parlamento son, por lo general, mansos votantes irreprochablemente disciplinados.
A Weber le parece lícito calificar a la situación política alemana de ese momento como una dictadura basada en la utilización del sentimentalismo de las masas. Lo importante, aparte de la férrea voluntad, se resume en la potencia del discurso demagógico, completamente emocional como los que emplean las sectas religiosas. Sólo resta, reflexiona Weber, elegir entre la democracia con o sin caudillos, entre líderes carismáticos o políticos profesionales sin “vocación”. El problema que se le plantea es la de determinar cuáles son las cualidades que le permitirían a los políticos profesionales estar a la altura del poder que ejercen, por pequeño que este sea. Weber propone que son tres las virtudes decisivas del político: pasión, en el sentido de fe en algo, responsabilidad y mesura (phronēsis, “prudencia”, diría Aristóteles). En estos términos, la acción política puede orientarse por dos máximas éticas distintas entre sí y totalmente opuestas: según la ética de la convicción o la ética de la responsabilidad (célebre postulado weberiano). Pero entre un modo de actuar conforme a la ética de la convicción, y el otro, según la ética de la responsabilidad, que prescribe tener muy presentes las previsibles consecuencias de las propias acciones, hay una enorme diferencia.
De acuerdo a Weber, las consecuencias de una acción bajo la ética de la convicción resultan nefastas, porque quien la realizó, lejos de considerarse comprometido con ellas, suele responsabilizar al mundo, a la simpleza del pueblo o a la voluntad de los dioses, pero no a él mismo. Por el contrario, aquel político que actúa bajo una ética de la responsabilidad acepta todas las imperfecciones humanas, y, por lo tanto, no tiene derecho alguno en confiar en la bondad de los otros, porque su situación de poder no le permite acusarlos de aquellas consecuencias de sus acciones que no previó. Considera Weber que tales derivaciones imprevistas e indeseadas siempre deben atribuirse a su proceder. En cambio, quien se guía por una ética de la convicción sólo asume la responsabilidad de que no decaiga su fe. No obstante, como la política tiene como factor determinante la violencia, existe, desde el punto de vista ético, una temible tensión entre medios y fines. En la glorificación de los medios por el fin, se presenta inevitablemente el quiebre de cualquier ética de la convicción.
Weber subraya que la particularidad de los problemas éticos propios de la política está restringida sólo por los recursos que se disponen para la violencia legítima del Estado puesta al servicio de tal o cual conjunto social. Por eso la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son opuestas entre sí, sino complementarias en el político auténtico con “vocación”. La política consiste en una prolongada y trabajosa lucha contra firmes resistencias que vencer, según Weber, lo que demanda, al mismo tiempo, pasión y mesura. A su entender, lo demuestra la historia: no se llega jamás a lo posible si no se intenta muchas veces lo imposible. En cualquier caso, para esta tarea no basta sólo con ser un líder sino también se necesita un héroe, incluso todos aquellos que distan de serlo harían bien en armarse de la fuerza de voluntad que les permita tolerar la demolición de todas sus esperanzas, si no quieren volverse incapaces de realizar lo posible. Para Weber, únicamente quien está convencido de no doblegarse cuando, desde su perspectiva, el mundo es demasiado estúpido o abyecto para aquello que él ofrece y que, ante todas estas adversidades, igual es capaz de continuar, entonces, recién entonces, podrá demostrar su auténtica “vocación” para la política.
*Doctor en filosofía, escritor y periodista
@riosrubenh