Hace un tiempo, el Economist puso en perspectiva algunos aspectos de la obra de Leonardo Da Vinci, teniendo en cuenta lo que realmente hizo, el misterio ligado a sus obras no terminadas, su aporte nulo al campo de la invención y la ciencia y su biografía, cosas que, reunidas, hicieron de él un personaje legendario. Jason Farago, el famoso crítico de arte del New York Times, escribió un artículo hablando de la importancia atribuida a la Gioconda de Leonardo, explicando que su presencia en el Louvre está dañando al propio Louvre, y fue incluso más allá: “Es tiempo de que el Louvre admita su derrota. Es tiempo de que la Gioconda se vaya”.
El Louvre hospeda la más grande colección de arte de toda Europa. En cierto sentido es el museo más popular del mundo: en 2018 recibió 10 millones de visitantes, la mayoría extranjeros. “Pero el Louvre –dice Farago– es rehén de la Kim Kardashian de la retratística italiana del siglo XVI: la bella y moderadamente interesante Lisa Gherardini, más conocida –por el nombre de su marido– como la Gioconda, cuya fama eclipsa tanto su importancia que nadie ni siquiera recuerda cómo se volvió tan famosa”. Alrededor del 80% de los visitantes del museo va justamente para verla, y la mayor parte se va desilusionada: “En el siglo XX se limitaba a ser famosa, pero ahora, en la era del turismo de masas y del narcisismo digital, se volvió un agujero negro de antiarte que puso patas para arriba a todo el museo”, escribe Farago.
Para ver a la Gioconda hay que hacer cola, cumpliendo un recorrido obligatorio. El cuadro, un óleo de 77 x 53 cm, se puede ver a tres metros de distancia, demasiado lejos tanto para mirarla bien como para sacarse una selfie. Y todo esto con una pintura, dice Farago, “que no es la más interesante de Leonardo, y que se ha dedicado a sofocar las obras maestras venecianas como Mujer con espejo, de Tiziano, o Las bodas de Caná, de Veronese”. El Louvre mismo admite un problema al poner carteles aclarando que la Gioconda está rodeada de otras obras maestras y sugiriendo darle una mirada a la sala completa.
Jean-Luc Martínez, el director del museo, dijo que el Louvre está tratando de hacer algo que desvíe la atención de la Gioconda a otras obras, pero según Farago esto no resolvería el problema y no hace más que poner en evidencia que el verdadero problema es otro: la Gioconda, justamente.
Farago no se limita a señalar el inconveniente sino que sugiere alguna solución: la Gioconda necesita de su propio espacio, una sala solo para ella, tal vez en el jardín de las Tullerías, a la que se podría acceder pagando una entrada aparte. Y recomienda: “Háganlo antres de las Olimpíadas de 2024. Que la inaugure Kylian Mbappé, a lo mejor teniendo a su lado a Carla Bruni. Vendan macarones”. La Gioconda se volvió más una reliquia sagrada que una obra de arte, como el manto de la Virgen de Guadalupe, en Ciudad de México, o el Santo Sudario, en Turín, al punto que para mencionarla ni siquiera hacen falta bastardillas o comillas. La nueva sala parisina, al igual que la basílica mexicana o la capilla de Guarini, se convertiría en un sitio de peregrinaje. La sala deberá ser grande, continúa Farago, “pero no logro concebir un proyecto capaz de recaudar fondos con más facilidad. La sala de la Gioconda se volverá de inmediato la atracción más popular en el destino más popular de la faz de la Tierra”.
La Gioconda, concluye Farago, “es un peligro para la seguridad, un obstáculo educativo [...] Ninguna obra de arte debería volver infelices a las personas. Dejen que millones de visitantes gocen del arte, del shopping, de los postres y las selfies en la sala Samsung Galaxy-Ladurée Macarons Mona Lisa. Así conseguirán que vuelvan a descubrir el Louvre como un museo”.