CULTURA
Apuntes en viaje

Hermanos

Yo los miraba y pensaba que no tenían nada en común. Un pasado solamente, cada vez más lejano a medida que pasaban los años.

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Hermanos. | Marta toledo

Mi madre tenía tres tíos solterones, todos hermanos de mi abuela, compartían la madre pero no el apellido. Pacho era rengo y cuidaba las caballerizas del hipódromo, también vivía allí. En mi casa había varios cuadros de esos con fotos pegadas sobre una cartulina y escrito en tinta china el nombre del caballo, la fecha y el lugar de la carrera, el nombre del jockey y el del cuidador. Siempre en una de las fotos estaba Pacho, posando agarrado del bocado del animal, un poco ladeado el cuerpo, de boina y con un pucho en la mano. José Bertoni era camionero, tenía muy mal carácter, pero era bueno con los niños y había sido amoroso con su mamá: le había construido una casa con una galería que en vez de ventanas tenía una pared hecha con botellas de ginebra llave, una pared verde y luminosa. Una vuelta se juntó con una chica más joven, fue la única vez que estuvo en pareja. Ella tenía un nene de cuatro o cinco años y José lo adoraba. Cuando se separaron sufría más por el chico que por la mujer. Lolo era ladrillero y vivía en una choza, en el medio del campo. Acompañado por un montón de perros y gatos que dormían entre los cueros que le traían para hacer fustas, lazos y chicotes porque además de fabricar ladrillos era bueno trenzando tientos. De la vida amorosa de Lolo había, debe haber todavía, en la caja de las fotos, una en blanco y negro de una mujer muy hermosa, una brasilera que vaya a saber cómo había llegado al pueblo. Anduvieron un tiempo pero después ella se marchó. No sabemos su nombre y hasta donde supe Lolo jamás hablaba de ella. A veces íbamos en el camión de José Bertoni a visitar a Lolo o a Pacho. Nosotros jugábamos entre los perros o entre los caballos y los hombres tomaban mate, cruzando una palabra de vez en cuando. Yo los miraba y pensaba que no tenían nada en común. Un pasado solamente, cada vez más lejano a medida que pasaban los años. Una infancia, una madre muerta que sólo José Bertoni visitaba en el cementerio. Nosotros, los hijos de sus sobrinas, éramos parte de un presente que se diluía tras la visita. El futuro de ellos era la próxima visita que, medio obligado, les haría José. Así como era puntual con el cementerio, lo era yendo a ver a sus hermanos. Quién sabe, tal vez, una promesa hecha a la madre.Hace poco leí la novela Hermano, de la escritora holandesa Esther Gerritsen, traducida por Micaela van Muylem y publicada por Caballo Negro. La novela tiene un comienzo que hace imposible soltarla: “El hermano la llamó justo antes de perder la pierna. Ese año todavía no habían hablado”. La escritura de Gerritsen es simple y clara y por momentos feroz. Una vez alguien viajado me contó que en los países protestantes las ventanas de las casas no tienen cortinas porque, según la religión, las personas que viven en esas casas no tienen nada que ocultar. No sé si es cierto, pero algo así sentí con Gerritsen: Hermano es una novela que no oculta nada, en el mejor de los sentidos. Donde el narrador, con el foco puesto en la protagonista, expone todos sus pensamientos, desnuda completamente las escenas y donde todos dicen lo que tienen para decir, aunque sea doloroso.En una escena, los dos hermanos están sentados a la madrugada, en la oscuridad, en la sala del departamento de ella. Ninguno puede dormir y se acompañan en el insomnio. El ventanal, sin cortinas, mira hacia donde se alzaba la casa arrasada de la infancia. Él se lo hace notar: te compraste un departamento que mira hacia la antigua casa. Tal vez, como los tíos de mi madre, lo único que los hermanos de esta novela tengan en común sea el pasado cada vez más lejano.