Inmersos en una realidad hiperconectada y digital que se imagina inmaterial, solemos pasar por alto que el universo que nos rodea –es decir, las formas manufacturadas del mundo– proviene de las entrañas mismas del planeta: minerales, recursos hídricos, petróleo y prácticamente todo lo que le da forma a nuestra manera de vivir es parte de una cadena de producción con activos que cotizan en los mercados financieros, no solo modelando la conciencia de la especie sino condicionando nuestras relaciones sociales y las que establecemos, siempre de manera predatoria, con la totalidad del medioambiente. ¿Qué implicaciones tienen estas acciones para la política, la economía, la ecología, el arte y la vida general en el planeta? El finlandés Jussi Parikka (1976), profesor de Cultura Tecnológica y Estética de la Universidad de Southampton, publica en la Argentina el libro Una geología de los medios, para tratar de responderlo. Autor de diversos libros en los que explora la arqueología mediática de la sociedad contemporánea, entre sus obras se cuentan Digital Contagions, Insect Media y recientemente Photography Off the Scale.
Figura señera dentro de la reflexión de las tecnologías digitales, Parikka dialogó en exclusiva para PERFIL
—“Todo lo sólido se desvanece en el aire”, reza aquella consigna de Marx que Marshall Berman volvió un mantra pop. Tu geología de medios propone ir a contrapelo, dando cuenta de la materialidad mineral que nos circunda en tiempos de descorporización y vida en línea. ¿Parte tu planteamiento de una base marxista?
—Me gusta tu observación y, de hecho, hay un cuestionamiento de nociones como justicia, trabajo y capitalismo en mi estudio, manteniéndome cerca de la materialización de esas preguntas. Acaso podríamos decir: todo el aire cristaliza en sólidos, moldeándose en dispositivos hechos de tierra, fuego, aire y agua. Al final, la cultura de los medios no fue la desmaterialización de las cosas en el éter informacional y las señales electrónicas del aire, sino que incluye cables y dispositivos, centros de datos y gente en los trabajos más peculiares: filtradores de contenido pornográfico o etiquetadores de imágenes para sistemas de inteligencia artificial, incorporando sus cuerpos y conocimientos en las maquinarias avanzadas de nuestra era corporativa. Mi libro es un trabajo de teoría de los medios, pero uno que necesariamente mira las formas contemporáneas de nuevos materialismos que no necesariamente fueron identificados por Marx. Lo primero que siempre digo al analizar la condición digital es que nunca es incorpórea: jamás lo fue. En cambio, las acciones materiales encarnadas frene a la pantalla, al estar en línea, se evidencian por el agotamiento corporal y el planetario, con cuyo vocabulario mi libro se encuentra sintonizado, poniendo atención también en cómo se registra en diferentes tipos de cuerpos dentro la cultura mediática contemporánea, incluido el trabajo que se dedica a la fabricación de tecnologías digitales. Quizás el período covid nos ha hecho más conscientes de la naturaleza encarnada de la conectividad tecnológica. No obstante, mi libro trata más sobre preocupaciones medioambientales, empero: ¿cómo no conectarlas con cuestiones de explotación?, ¿podemos no ser marxistas de alguna manera? Eso sí, tiene que ser un Marx actualizado en el contexto de las plataformas digitales contemporáneas y las cadenas de suministro a escala planetaria, que también tienen una relación particular con el cuerpo de la Tierra. Mientras que en la época de Marx el agotamiento del suelo era una preocupación clave para la productividad de la agricultura, la nuestra persiste con el mismo problema, además de una multitud de otros conflictos que conciernen nada menos que a la vida: desde la crisis de la biodiversidad hasta el cambio climático.
—¿Cuál es el origen de interés en estas forma de analizar el mundo? ¿Nace de una matriz científico-tecnológica o artístico-humanista?
—Estudié en Turku, Finlandia, me formé en humanidades y ciencias sociales y luego específicamente en historia cultural. Pero las cosas cambiaron bastante y no terminé como un historiador “tradicional”. Estaba demasiado interesado en la teoría, en la filosofía y en cuestiones de mediación. Desde el principio, la teoría de los medios me ayudó a articular algo de esto, tanto en el marco de la historia como en el trabajo sobre arqueología de los medios. La otra chispa temprana que se quedó conmigo fue la filosofía materialista, especialmente la surgida del feminismo materialista. El trabajo de Rosi Braidotti es un ejemplo perfecto, pero también el de Elizabeth Grosz. Lo que hago en el contexto de las humanidades ha sido tratar de comprender la complejidad de la cultura tecnológica de los medios y encontrar otras escalas de referencia al mundo que no sean “lo humano”, especialmente el humano que sería el sujeto tradicional de las humanidades. Más sobre Darwin que sobre Dante, podría decirse, tomando prestada la frase de Braidotti. Me he movido entre disciplinas y el trabajo me ha llevado a leer desde patrones de contagio cultural de la cultura informática hasta cuestiones de post humanismo o incluso una historia cultural de los animales y, en este caso, a una comprensión de la cultura digital a partir de la geofísica.
—Tras leer su libro, resultan evidentes los puntos de contacto con algunos intelectuales esenciales del presente; entre ellos Bruno Latour, por una parte, y por otra Eduardo Viveiros de Castro. ¿Está familiarizado con sus problemáticas? Por lo demás, ¿coincide con Latour respecto a que el surgimiento de la nueva extrema derecha es una señal de que, a pesar de negar públicamente el cambio climático, las élites entendieron la gravedad de la catástrofe que se avecina y por ello han acelerado la explotación de los recursos del planeta?
—Ambos son pensadores que admiro. Incluso los primeros trabajos de Latour han tenido una influencia específica en mí. En cuanto a sus palabras sobre los riesgos políticos del cambio climático, son interesantes para tratar de reflexionar sobre dos grandes dilemas de nuestra época: lo que está sucediendo en términos del agotamiento planetario y el cinismo político representado por el auge de la extrema derecha, nuevamente. Sin embargo, no sé si suscribiría sus palabras. Gran parte de las fuerzas fundamentales del petrocapitalismo se han articulado de todos modos y durante mucho tiempo en la compleja interacción de los Estados-nación y las multinacionales corporativas, por lo que las actuales tendencias etnonacionalistas de derecha en muchos países son una reacción contra lo que perciben como las desventajas del capitalismo global –léase liberalismo multiétnico– mientras se trata de elegir los mejores pedazos de la torta: los intereses nacionales miopes y la externalización de los efectos secundarios negativos. Para mí, lo interesante son las operaciones que concreta el capitalismo en la forma en que los cuerpos actúan, piensan y sienten. Empero, al mismo tiempo hay una multitud de capas de operaciones que también pertenecen a un realineamiento geopolítico, y la extrema derecha es solo un aspecto de esto, junto a otras formas de nacionalismo que también están en aumento y que se encuentran interconectadas en un espacio transnacional desordenado. Se está produciendo un realineamiento político particular que se relaciona con la extracción de recursos (energía para minerales no energéticos y tierras agrícolas) vinculado con temas que de alguna manera desarrollarán la mitigación del cambio climático en una toma de poder político-militar. No hablé mucho sobre Viveiros de Castro pero, en un tono parecido, disfruto mucho su trabajo desde Metafísicas caníbales hasta ¿Hay mundo por venir?, libro coescrito con Déborah Danowski.
—¿Qué entiende usted exactamente por Antropobsceno?
—La pequeña adición de “obsceno” tenía la intención de modificar la discusión del Antropoceno para incluir las particularidades éticas poshumanas que están en juego. Lo obsceno aquí no se entiende como una nota moralista, sino ética: ¿en qué escalas y para quién es el Antropoceno una amenaza particular, quién gana, quién pierde, cómo se distribuye de manera desigual? El Antropobsceno no pretende reemplazar el término central que tiene gravedad científica, pero junto con las otras discusiones de años pasados sobre el capitaloceno, la plantatinoceno y varios otros pretende calificar algunos de los temas socioculturales. La línea de tiempo del Antropoceno puede reajustarse para reconocer el impacto del colonialismo, las industrias extractivas y una multitud de prácticas de explotación que también son el trasfondo de nuestra actual cultura digital.
—¿Existe la posibilidad para ciertos países africanos de ser algo más que el vertedero de basura cibernética de nuestra época?
—Una de las características interesantes, y preocupantes, de algunos discursos y visualizaciones del Antropoceno, incluido el arte fotográfico, es la forma oscura y sublime de los montones de basura en los lugares africanos. Me he vuelto cada vez más consciente de los problemas en esta forma de representación del “ruin porn”. Es indispensable entender la logística relacionada con la distribución de los bienes y males de la cultura electrónica, pero no convertirla en un género representativo de lo sublime. Los desechos electrónicos son una de las hebras temáticas que recorren mi libro, así como las prácticas tiradero no solo de medios “muertos”, sino de medios “zombis”, lo que entraña una forma conceptual de entender el embalaje de material tóxico desde Occidente a lugares específicos de África occidental. Sean Cubitt se ha referido al “desperdicio integral” del capitalismo: la “prescindibilidad” de ciertas personas (a menudo de color), ciertos materiales, ciertos paisajes. Uno debería entonces volverse hacia las formas de filosofía y pensamiento que articulan estos otros futuros. Del afrofuturismo al afropesimismo, de los filósofos de Achille Mbembe a muchos otros, aquí es donde uno encuentra algunas de las mejores coordenadas de salida, caminos a seguir. De nuevo, es un proyecto que se relaciona con geografías específicas de desechos, y el continente africano sería solo uno, pero también a una escala planetaria más amplia de referencias de cómo funciona la explotación en relación con personas en particular, cuestiones interseccionales particulares de raza y pobreza, para desarrollar lo que muchos, como por supuesto Joan Martínez Alier, han llamado ambientalismos de los pobres, entendido como un proyecto planetario que ofrece planes de cómo lidiar con el metabolismo material en relación con las luchas sociales.
—¿Debemos elegir entre una ecología de la naturaleza y una ecología tecnológica?
—No hay límites como tales. Todo lo que hagamos en relación con la naturaleza ha sido transformado por completo en los últimos cientos de años, desde la química atmosférica hasta los microplásticos y muchas otras formas de materiales sintéticos. De modo que la cuestión no es la tecnología o la naturaleza, sino qué tipos de formas de la naturaleza dentro la cultura tecnológica son posibles. Todas las soluciones son también tecnológicas: las formas de abstracción, computación y gestión de datos que pertenecen a las ciencias del clima son un ejemplo de cuánto dependemos de las formas tecnológicas para conocer el planeta. La simulación y el modelado de futuros posibles no solo los realizan poetas y filósofos, sino también científicos de diferentes disciplinas.
—El próximo año se cumplen cien años de la publicación de “La tierra baldía”, de T.S. Eliot, una pieza que retomó los sedimentos del lenguaje de la tradición occidental de su época para abonar las ruinas de su presente, que en muchos sentidos sigue siendo el nuestro. ¿Qué lugar les confiere a usted al arte y la literatura en el presente? ¿Emancipatorio, combustible, enajenante?
—¡Esos tres y muchos más! Tantos mundos posibles, vocabularios de ruinas y desastres y formas de vivir en medio de tal imperfección, como lo sigue siendo nuestro mundo ahora y lo será en el futuro. ¿Qué tipo de escritura podría ser aquella que, aunque no aludiera simplemente al mundo como significado, lo hiciera a la realidad material de la vida, en tanto planeta y su biósfera y otras vidas? Cien años después de T.S. Eliot, ¿no deberíamos considerar, por ejemplo, la novela Waste Tide, de Chen Qiufan, como una versión del mundo contemporáneo? ¿O algunos de los escritos de Kim Stanley Robinson? ¿Octavia Butler o Ursula LeGuin? También podrían mencionarse muchos otros grandes ejemplos. Respondiendo a tu pregunta, diría que mucho de esto se reduce al sentido recurrente de los imaginarios: una producción de imaginarios que son realmente interesantes en lugar de las tecnofantasías gastadas de niños de ir a Marte, pero basadas en visiones alternativas para este planeta, no limitadas a reciclar el antropocentrismo.
—¿Qué cree que puede hacer el arte contemporáneo por la continuidad de la vida de nuestra especie entre las otras con las que compartimos el planeta?
—Tanto en la literatura como en el arte contemporáneo me interesan cosas similares: qué pueden ofrecer como proyectos epistémicos –en cuanto a cómo conocer el mundo y el planeta– y cuáles son sus capacidades estéticas capaces de abrir esas escalas que necesitamos entender más allá de nociones restringidas de humanidades. Si bien aprecio el tipo de conocimientos que los proyectos artísticos y la práctica pueden ofrecer, no creo que ofrezcan soluciones, estrictamente hablando. Quisiera alejarme de un solucionismo de las artes que a veces se expresa de maneras problemáticas: como que debido a una percepción especial, la “creatividad” de las artes puede ofrecer una salida a los problemas del cambio climático o la crisis de la biodiversidad, el capitalismo petrofósil u otros temas. En el mejor de los casos, y las artes lo hacen a veces muy bien, los proyectos artísticos y de diseño interesantes ofrecen formas de comprender las relaciones ecológicas y las múltiples escalas de la vida; podemos obtener información sobre futuros posibles y cómo imaginarlos; cómo trabajar con material real es una forma de construir mundos de cambio significativo. Por ejemplo, piense en el trabajo de Tomás Saraceno: especulativo y apegado a temas del mundo real, inventivo y relacionado con preocupaciones reales; trabajo que está creando proactivamente modelos posibles sin intentar ser solucionista. Es un trabajo que interactúa con científicos y con otros equipos creativos colaborativos. Es un buen modelo para actividades interdisciplinarias realmente interesantes que toman el ritmo y la fuerza de las ideas artísticas.
—La pandemia del covid-19 ha demostrado, una vez más, las terribles asimetrías del mundo en qué vivimos. ¿Cree que es posible aspirar de verdad a nuevas ideas de comunidad en un terreno minado por tantas injusticias sociales?
—Las cosas se ven bastante mal, ¿verdad? Y sin embargo, también imaginamos y diseñamos constantemente estas comunidades, vivimos en ellas y las mantenemos vivas. Solo necesitamos hacer que se difundan, o al menos las ideas que las sostienen, para que puedan desencadenar planes y proyectos similares. Un contagio de planes y anteproyectos y afectos y apoyos. También hay tanto poder afectivo liberado en estos tiempos y también hay mucho potencial de energía que podría alimentar planes reales que pueden ampliarse, incluso si en muchos países nos enfrentamos a una oposición terrible y destructiva.
—¿Sobreviviremos al fin del mundo?
—Depende de cuál de los extremos del mundo y quiénes seamos. Qué mundo podría ser el que termine. Ciertos mundos probablemente deberían terminar para que otros puedan nacer. Como bien nos dicen Viveiros de Castro y Danowski, han sucedido ya tantos fines y muchos otros lo harán. Algunos se están preparando para su advenimiento y, a menudo, son los que tienen los medios privilegiados para ello. La cuestión no es embarcarnos en ningún “apocalipsis cool”, sino preguntarnos persistentemente qué tipo de vida deseamos continuar.