CULTURA
Apuntes en viaje

Kakuy

Escuché decenas de veces los mismos cuentos, pero están mis cuñadas más jóvenes, está mi hijastra y su novio, la nueva incorporación a la familia: orejas frescas.

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Kakuy. | marta toledo

La primera noche del año estábamos sentados abajo de la enramada. Una formada por dos plantas añosas de clarín de guerra, una enredadera que se da bien bajo las llamas de los solazos chaqueños. ¿Cuántos años tendrá? Hace por lo menos veinticinco que vengo a esta casa y ya nos recuerdo, más jóvenes, más flacos, tomando cerveza aquí abajo, en el alivio que la noche le da al verano. Ahora también hay unas nenas chiquitas dando vueltas por el patio, dos perros medio cachorros. Les digo los meninos porque son engendros de esas cruzas callejeras, sus cabezas parecen pertenecer a otros cuerpos, las patas robadas a un perro más grande, como si alguien los hubiese armado con piezas sueltas que encontró por ahí. Son simpáticos, igual. Aunque apenas llegué uno me saltó encima y me abrió el muslo con una de sus uñas más de pájaro que de perro, ahora que pienso. Me sangró y después me quedó una costra oscura que persiste luego de una semana. Me gusta tener cicatrices, igual. Como siempre en estas reuniones, la charla se trama con anécdotas de la infancia: lo único que seguimos teniendo en común con primos y hermanos y padres según pasan los años, a veces el único lugar en el que seguimos coincidiendo. Escuché decenas de veces los mismos cuentos, pero están mis cuñadas más jóvenes, está mi hijastra y su novio, la nueva incorporación a la familia: orejas frescas. Aunque ya conozco esas anécdotas, me gusta volver a oírlas porque siempre hay animales del monte, represas que aparecen por el arte de magia de las lluvias y desaparecen de la noche a la mañana, personajes muy de pueblo: los loquitos que entonces no eran institucionalizados y andaban sueltos entreverándose con el resto, haciendo macanas, metiéndose en líos de los que los sacaba cualquiera del pueblo porque eran un poco la familia de todos.

Entonces, uno de mis cuñados dice que hace poco vio un kakuy, desde chico que no veía uno. Enseguida todos lanzan exclamaciones de asombro y alegría, se acuerdan de la última vez que vieron uno. Dice que lo vio en la punta de un tronco, ahí estaba, duro. Y lo imita irguiendo un poco el torso y levantando la cabeza con los ojos cerrados. Mientras busco en el celular: kakuy. El buscador me tira kakuy o urutaú. Ah, pienso: un urutaú. Lo conozco solo por la canción: Llora, llora, urutaú. Busco fotos. Realmente es un pájaro rarísimo. En las imágenes siempre está posado en la punta de alguna rama seca y por su postura y por el color, plumas grises y marrones, parece la continuación de la rama. Por eso también le dicen pájaro estaca. Pero su rareza no termina ahí: el pico, cuando está cerrado, parece pequeño, pero cuando lo abre es como una cuchara, que le sirve para cazar insectos en vuelo. También lo llaman pájaro fantasma o dama del monte, por su canto. Un lamento que te pone los pelos de punta: lúgubre, tristísimo.

Siguen hablando del kakuy. Dicen que pone un solo huevo, que también se encaja en la punta hueca de alguna rama: no hace nido. Y de allí pasan al morajú, el pájaro que no solo no hace nido sino que usurpa los nidos de otro. Pone sus huevos en nido ajeno para que otro los empolle y críe a los polluelos. Y el morajú los lleva a la pajarera de la abuela Pepa, en el patio de la fonda, que también era la casa, frente a la vieja estación de tren, cuando había trenes y peones golondrina que se alimentaban de las milanesas legendarias de la abuela. ¿Qué les ponía para que quedaran así, únicas? Jorge, el hijo menor de Pepa, el tío que es como un hermano porque les lleva pocos años, dice que sabe el secreto de esas milanesas. Y lo comparte en la ronda.

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