Autor de una obra estilísticamente heterogénea cuya ópera prima, El frasquito, ha sido acaso uno de los textos más auspiciosos y disruptivos de la literatura argentina; miembro, además, de la mítica revista Literal, desde la que diseñó, junto a Osvaldo Lamborghini y Germán García, nuevos –y también disruptivos– dispositivos de lectura, Luis Gusmán, cada tanto, y entre tanto “reviente” y operaciones de marketing, vuelve a tomar el centro de la escena literaria y a poner las cosas en su lugar.
En estas semanas, Edhasa editará, en simultáneo, dos libros suyos. El primero, Hasta que te conocí, es una novela que retoma el universo diegético de Tennessee, ese relato policial llevado al cine por Mario Levin bajo el título Sotto Voce, película en la que actuaron, entre otros, Lito Cruz, Norma Pons y Patricio Contreras, y que fue filmada en su querido club Regatas de Avellaneda, del que ahora habla con no poca nostalgia (estamos en su departamento de la calle Charcas y le acabo de contar que vivo a un par de cuadras de ese club), mientras me muestra algunas fotos.
El segundo texto es, en realidad, la reedición de un clásico: Villa. Una novela que narra la barbarie del lopezreguismo desde una perspectiva poco usual, de la que los discursos no suelen ocuparse: la de los “moscas” que revolotean alrededor de los requechos del poder. En este caso, se trata de un médico pusilánime, una rémora obsecuente que trabaja en el servicio de emergencias y cuya capacidad volitiva, en parte por miedo, permanece circunscripta a intrascendencias cotidianas. Una y otra vez las circunstancias se le imponen, lo dominan: en sentido sartreano, actúa por “mala fe”, y termina colaborando con torturadores, ayudando a revivir a guerrilleros que no han resistido a la picana, o firmando certificados de defunción con el redundante “paro respiratorio”.
En la revista Punto de Vista, Beatriz Sarlo en su momento escribió que Villa, el personaje, “no representa algo más que no es Villa: no está allí como cifra ni del poder, ni del autoritarismo, ni de la censura”. Por su parte, Jorge Panesi, en el prólogo a la nueva edición, afirma que Villa en realidad representa la memoria histórica. Pero…
—¿Qué es Villa para Luis Gusmán?
—En principio es un mosca. Un mosca es alguien que... por lo menos en Avellaneda, era alguien que estaba al lado de los grandes. Suponete que los grandes jugaban al póquer, el mosca iba a comprar cigarrillos, daba vueltas. Villa es algo de eso; se insertó ahí. Se insertó, efectivamente, en el poder. Pero podría haber quedado del otro lado, tranquilamente.
—“Donde me daban lugar, me quedaba”, dice en algún momento…
—Sí, como una mosca. El personaje de Villa es una especie de hoja al viento que podría quedar en el lugar que encuentra. ¿Que representa al poder? Por añadidura, me parece.
—¿Tuviste oportunidad de releerla a partir de la reedición?
—La verdad es que no. Cuando releo, corrijo. No sé cuánto corregiría en Villa. Creo que si Villa tiene algún defecto es que a veces el personaje, el mosca, es demasiado simpático. Pero quizás hacerlo antipático hubiese sido pura ideología del autor, ¿por qué no podría ser simpático? Creo que sigue conservando la vigencia del primer momento, que es contar la historia de la represión desde otro punto de vista.
—Te iba a preguntar, justamente, por qué ese otro punto de vista…
—Elegí ése para quizás evitar la moraleja, y desde el principio que no fuera una literatura de mensaje, donde detrás de la primera página se tomara partido respecto de la cuestión. Quizás una historia contada por un militante sería otro punto de vista, y había ya demasiadas. Entonces me parece que lo que tuvo Villa de bueno en ese momento es un giro respecto de cambiar el punto de vista del narrador en relación con un personaje, que podría ser contado desde otro lugar.
—Cuando se escribe sobre estos temas es muy difícil evitar el aleccionamiento, ¿no?
—Bueno, uno de los grandes síntomas de la literatura de ese tiempo (podría pensar en Soriano) es que parece que se toma un punto de partida del narrador, desde el que efectivamente se alecciona. Yo no quería aleccionar nada.
En Hasta que te conocí, su nueva novela –o “relato”, como prefiere pensarlo él–, Gusmán retoma el personaje de Walenski (a quien, por cierto, ya no puede disociar de Lito Cruz, me contará después), retoma el género policial y retoma, también –aunque acaso nunca lo abandonó–, un tópico recurrente del psicoanálisis, pero también de la literatura –y de su propia obra, por supuesto–, que es el de la muerte del padre. Aquí la acción se inicia en el gimnasio del ex pesista Walenski, que recibe de pronto la visita de una chica que le cuenta que está embarazada de Silvio, un stripper y cliente de su gimnasio que le ha pedido abortar, y cuyo paradero desconoce. Inmediatamente, Walenski decide ayudarla y se involucra en el drama de una forma inexplicable. Cuando al poco tiempo Silvio muere en circunstancias que no se tardan en asociar a las riñas clandestinas de pitbulls, varios personajes iniciarán una investigación, cada cual con motivos distintos: tal vez lo único cierto es que, en el fondo, a nadie le interesa verdaderamente el muerto.
—¿Qué es lo que te mueve a retomar un personaje como Walenski?
—Es un personaje interesante. A mí me parece que Walenski, como El Peletero, son más que personajes marginales. Uno podría decir que son personajes intersticiales: fuera de la estructura. Desafectados de la estructura. Como si se hubieran quedado sin oficio. Creo que por suerte lo que los vuelve humanos, y no los vuelve nostálgicos, primero es el tratamiento de la escritura que hay, y del estilo, y no son anacrónicos porque son más míticos. Esa es por cierto una diferencia que uno podría hacer entre Bioy Casares y Borges, salvo por La invención de Morel, que es una especie de detención del tiempo. En grandes novelas de Bioy Casares, como puede ser Diario de la guerra del cerdo, la anécdota es muy buena, pero el lenguaje es tan referencial y contextual que con los años se pierde. Y yo creo que acá se conserva una manera de hablar, un lenguaje como más mítico, que no queda subsumido al contexto de la época.
—También hay una cierta deriva en los personajes. La mayor parte de ellos desconoce aquello que motiva sus actos…
—En principio, me gusta que estén a la deriva. Me gusta que el azar determine ciertas cuestiones. Hay un escritor a quien yo admiro mucho, Simenon, que tiene un método para escribir: él primero le pone un nombre al personaje. Entonces si tiene un nombre… ¿a qué clase pertenece? ¿A qué nacionalidad? Después le pone una edad. Empieza a situarlo. Después le pone una profesión. Una vez que tiene toda esa cuestión, le pone la contingencia.
—Poner un nombre es como un acto de dominación sobre el personaje, ¿no? Dominarlo desde el principio.
—Sí. Y yo aprendí tanto en ese sentido con Villa…
—¿Seguiste ese método?
—Sí. Antes no importaba eso. Era la escritura, el estallido, como en El frasquito. Ya con Villa empecé con un nombre. Y en esta nueva novela, también. El nombre te define el territorio, te define una identidad…
—¿Cómo recordás la época de “Literal”?
—Bueno, justamente ahora terminé un libro sobre Barthes… Ahí yo me preguntaba si las preocupaciones que teníamos en los 70 en Literal, y en la crítica, por la escritura, no nos habían hecho perder en el camino, por ejemplo, el acto mismo de escribir, el acto físico de escribir. Proust decía que cuando dejó de fumar le cambió la respiración, y cuando le cambió la respiración le cambió la puntuación. Y Zelarayán decía algo parecido. El acto físico de escribir no es el mismo a los dieciocho o los veinte o cuando escribí El frasquito con esa puntuación, esa ortografía violenta, desmesurada…
—¿Y cómo es ahora ese acto físico de escribir?
—Eso físico actúa sobre la propia mano. Por ejemplo, una imaginación caudalosa como la mía y que debo administrar hace que pensamiento y escritura se debatan en una concordancia a veces imposible. Una vez Zelarayán me hizo un reportaje junto con otros escritores y me preguntó por qué me había hecho escritor. Respondí: “Porque no sabía bailar”. Por lo tanto, el ritmo de los pies torpes se desplazó a los dedos siempre un poco nerviosos. Creo que escribo físicamente en la cadencia del tango dos por cuatro.