El pasado 3 de julio se cumplió el 140 aniversario del nacimiento de Franz Kafka; ocho días después falleció en París otro escritor checo: Milan Kundera, a los 94 años. Ocurre un año antes del centenario de la muerte de Kafka. El cálculo no es caprichoso y está vinculado con la actividad que Kundera ejerció para sobrevivir a su segunda expulsión del Partido Comunista checo –luego de la Primavera de Praga (1968), invasión soviética y represión–, que le prohibió publicar o enseñar y, para comer, publicó horóscopos con seudónimo. Además, fue pianista de jazz en bares de mala muerte.
Su novela La insoportable levedad del ser (1984), éxito de ventas, lo proyectó a escala mundial con múltiples traducciones. Es tan relevante como toda su obra, que incluye La broma (1967), La vida está en otra parte (1969), y su última, La fiesta de la insignificancia (2014). También escribió cuentos, teatro, ensayos y poesía. En 1955 publicó un segundo poemario titulado El último mayo, homenaje al periodista Julius Fucík, héroe de la resistencia comunista contra los nazis, ejecutado por las SS el 8 de septiembre de 1943, fecha conocida como el Día Internacional del Periodista. De hecho, la obra de Kundera es una resistencia a todo tipo de tiranía, más allá de las naciones, o mejor, incluyéndolas.
Como escritor prefería mantener distancia mediática, privilegiando lo publicado. No obstante, en una entrevista concedida a The Paris Review (Nro. 92, 1984), afirmaba: “Cien años después, Kafka cumplió su ambición. Las novelas de Kafka son una fusión de sueño y realidad; es decir, no son ni sueño ni realidad. Más que nada, Kafka provocó una revolución estética. Un milagro estético. Por supuesto, nadie puede repetir lo que hizo. Pero comparto con él, y con Novalis, el deseo de llevar los sueños y la imaginación de los sueños a la novela. Mi forma de hacerlo es por confrontación polifónica más que por una fusión de sueño y realidad. La narración onírica es uno de los elementos del contrapunto”.
Y más adelante: “Hay otra forma de eludir el aspecto sospechoso y gastado de la trama, y es liberarlo del requisito de la probabilidad. ¡Cuentas una historia improbable que elige ser improbable! Así es exactamente cómo Kafka concibió América. La forma en que Karl conoce a su tío en el primer capítulo es a través de una serie de coincidencias de lo más inverosímiles. Kafka entró en su primer universo “surreal”, en su primera “fusión de sueño y realidad”, con una parodia de la trama, por la puerta de la farsa”. Y en esa farsa, en esa parodia, es donde Kundera define su propio mecanismo narrativo. ¿Pero qué representan estos dos checos para la literatura? Existe cierta educación proveniente de la cultura central europea.
La lucidez intelectual de Kundera consta en francés, lengua literaria que adoptó, en el ensayo “Un oeste secuestrado o la tragedia de Europa central” (Le Débat 1983/5, Nro. 27), donde escribe: “A mediados del siglo XIV, la Universidad Carolina de Praga reunía a intelectuales (profesores y estudiantes) checos, austríacos, bávaros, sajones, polacos, lituanos, húngaros y rumanos, con la idea de una comunidad multinacional en la que todos tuvieran derecho a su propia lengua… (…) Los padres de Sigmund Freud procedían de Polonia, pero fue en Moravia, mi país natal, donde el pequeño Sigmund pasó su infancia, al igual que Edmund Husserl y Gustav Mahler; el novelista vienés Joseph Roth también tenía sus raíces en Polonia; el gran poeta checo Julius Zeyer nació en Praga en el seno de una familia de habla alemana, y el checo fue su lengua preferida. En cambio, la lengua materna de Hermann Kafka era el checo, mientras que su hijo Franz adoptó el alemán por completo”.
Entre otros docentes de la Universidad Carolina: Kepler, Doppler y Einstein. Algunos alumnos: Tesla, Max Brod, Kafka, y el mismo Kundera. En ensayo antes citado destaca: “Ninguna parte del mundo ha estado tan profundamente marcada por el genio judío. Extraños en todas partes y en casa en todas partes, elevados por encima de las querellas nacionales, los judíos fueron en el siglo XX el principal elemento cosmopolita e integrador de Europa central, su cemento intelectual, la condensación de su espíritu, el creador de su unidad espiritual”. Alude que en esa región nace el sionismo como resistencia y es donde se comprueba que “la civilización del totalitarismo ruso es la negación radical de Occidente tal como nació en los albores de la modernidad, fundada sobre el ego que piensa y duda, caracterizada por la creación cultural concebida como la expresión de este ego único e inimitable. La invasión rusa lanzó a Checoslovaquia a la era de la poscultura”.
A 40 años de estas afirmaciones, los tanques soviéticos en Praga acallaron algo más que un Mayo del 68, silenciaron a varias generaciones, fue una demostración de poder imperial que hoy se repite y en la que Ucrania enfrenta la posible desaparición de su lengua y cultura. Europa central misma, entre Bizancio y Roma, está en riesgo. La naturaleza nuclear de la amenaza rusa actual es capaz de borrar todo vestigio humano, más allá de las fronteras, arrasando a todo el planeta.
Cuando en 1975 Kundera escapó a París no solo lo hizo como rebeldía democrática, opositora, sino porque también sabía que no tendría una tercera oportunidad, corría riesgo de muerte. Por eso su obra tiene relevancia histórica y actual a la vez. El daño, el trauma social que produce el totalitarismo, la represión, la falta de esperanza y libertad, sigue su curso generalizando el abandono de la identidad, allanando así el camino a otro tipo de brutalidad o a la nada misma, donde la memoria será innecesaria.