El antropólogo francés Marc Augé se hizo famoso hace ya varios años cuando teorizó sobre los “no lugares”, aquellos espacios de tránsito, comunes en la actualidad, en los que no se establecen relaciones duraderas con el espacio, convertidos así en anónimos. Justamente el tema del espacio continuó siendo fundamental para él, como cuando publicó El viajero subterráneo: un etnólogo en el metro (1998) o Antropología de la movilidad (2007). Ahora, en su nuevo libro, se trata del tiempo, más precisamente de las razones por las cuales no disponemos hoy de una idea robusta de futuro. Es grande, entonces, la tentación de preguntarle si habría quizás un “no tiempo”, un tiempo que no dura; sobre todo porque él mismo afirma que hoy todo es puro presente. “No, para nada –nos responde–. Se puede hablar de instantaneidad, o de un tiempo que todavía es muy relativo a cada individuo. Hay varios ritmos temporales, pero no un ‘no tiempo’”.
La pregunta del título del libro apunta a un problema claro, palpable: el quiebre de la esperanza en el progreso, uno de los fundamentos de la concepción del tiempo en la modernidad, fundamentalmente a partir de la Ilustración del siglo XVIII, “que sigue siendo para nosotros un momento esencial”, dice Augé. En todo caso, lo que en francés se conoce como las Luces (“Lumières”) marcó una época en la que muchos intelectuales creyeron que el progreso técnico, sobre todo a partir de la Revolución Industrial, supondría un cierto “progreso moral”. Esto se ve aún hoy cada vez que se presenta un hecho tecnológico como un avance, y sin embargo tales avances no componen un futuro radiante. No nos emocionamos con un posible chip en el cerebro como se emocionaron otras generaciones, por ejemplo, con la llegada del hombre a la Luna. No hay futuro mejor; a lo sumo, más práctico.
Para explicar esta situación, Augé presenta el concepto de “cosmotecnología”. La tecnología ocuparía hoy el lugar de las viejas cosmologías de la misma cultura occidental, o de las de las culturas que ella aplastó antes y hoy engulle, pero sin articulación con el viejo progreso del siglo XIX: propaganda sin fe. Y esto ocurriría porque, en realidad, ha quedado claro que la propia modernidad jamás cumplió aquellas promesas, más bien todo lo contrario. Dice: “La crisis de la cosmotecnología occidental consiste en que estamos en un mundo que no logró abandonar completamente las antiguas cosmologías ni sus relaciones de fuerza. La cosmotecnología no es exclusivamente occidental, pero eso no la hace universal. Sólo una revolución de la educación permitirá alcanzar ese ideal”.
Se despliegan entonces, al menos, tres temas. El primero es qué fue de la modernidad. Se habló mucho de la posmodernidad, con su abusada “crisis de los grandes relatos”. Bruno Latour dice que en realidad “nunca hemos sido modernos” (tal el título de uno de sus libros) y Augé, en ese sentido, prefiere hablar desde hace tiempo de “sobremodernidad”, una modernidad en la que se agregan varios tiempos y espacios sin la coherencia que los modernos y supuestos posmodernos imaginaban. Desde la caída del Muro de Berlín, Occidente se encuentra en un tiempo incierto: “Todavía estamos en la etapa de la denuncia de los viejos conceptos”, escribe, pues no hay futuro ni pasado. Entre las visiones tecnofílicas triunfalistas y las pesimistas y apocalípticas, sólo “hay lugar para una ideología del presente, característica de lo que se ha convenido en llamar ‘sociedad de consumo’”. Por lo tanto, “tal vez la modernidad todavía deba conquistarse, tal vez estamos en el meollo de una crisis que de hecho se emparenta con un fin”.
Segunda cuestión: la modernidad occidental, como se dijo, aplastó o engulló culturas con las que debe convivir y a las que logró abrazar con su cosmotecnología, pero no se ha logrado ningún tipo de universalidad como la proyectada en los tiempos modernos. En su versión conservadora, se trata del “choque de culturas”, la conocida tesis de Samuel Huntington, a la que Augé denuncia por entender a “la cultura como naturaleza”, esto es, como algo no modificable. Esto es consistente con la visión evolucionista que Occidente debería haber dejado atrás pero que en la práctica sigue actuando. “Asistimos al borramiento progresivo de las culturas tradicionales que están convirtiéndose de a poco en patrimonio diversificado de la humanidad”, denuncia Augé. En ese patrimonio diversificado, dice en el libro, “muchos hombres se sienten a la vez arrancados de su pasado y privados de porvenir”. El asunto es saber quién podría decir qué es la humanidad y hacer el inventario de su patrimonio.
Finalmente, Augé apuesta todas sus fichas a una utopía de la educación. La furia tecnológica actual procede del ensanchamiento de “la brecha entre los saberes especializados de aquellos que saben y la cultura media de aquellos que no saben: eso es lo que no conviene decir, para que nadie se escandalice”. Hay que superar esa brecha. ¿Será la utopía, eso que se asociaba al futuro, eso que hoy no se consigue, la solución? Sí, para Augé, porque “al contrario de las utopías que la precedieron, una utopía de la educación puede definir los lugares selectivamente y las etapas progresivamente. Puede ser reformista por método si se mantiene radical como proyecto”.