CULTURA
CULTURA Y PODER

Territorio en disputa

Se reedita en nuestro país La cultura en plural (Godot), texto clásico del sociólogo, teólogo, semiólogo y filósofo francés Michel De Certeau. Nutrido en su mayoría por ensayos escritos al calor del Mayo francés, sorprende que los temas que trata (los conceptos de cultura y poder y la tensión que brota de esa relación) son todavía el centro de nuestras preocupaciones, aun cuando las formas de hacerlos entrar en escena hayan cambiado.

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Michel De Certeau. | pablo temes

Cuando el traductor Rogelio Paredes inició su trabajo con La cultura en plural, del historiador, teólogo, sociólogo, semiólogo y filósofo Michel de Certeau (1925-1986), recientemente publicada por Ediciones Godot, la sociedad argentina mostraba síntomas de una incertidumbre abrumadora, que se expresaría como impacto monolítico del inconformismo juvenil –expresado por el voto– en el centro de flotación del sistema cultural. 

Con una “batalla cultural” como lema, el nuevo gobierno impone el ejercicio de una crítica, más allá de las evidencias. Decía: Paredes tradujo este libro sin la presión de esa exigencia, porque esta suma de textos resulta clave para, sin extrapolar situaciones ni saltos históricos, entablar un análisis de las herramientas para el pensamiento contemporáneo argentino, si es que esto es posible (incluso, reafirmo, para pensar su imposibilidad).

Publicado en 1974 en francés, La cultura en plural contiene una serie de artículos publicados por De Certeau en distintas publicaciones durante el Mayo francés y años siguientes. Más que la revuelta y sus derivas futuras, el autor destaca los efectos sociales, la dislocación del poder en el lenguaje, los límites del cambio a raíz de las formas productivas dominantes en el sistema de producción cultural.

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Al principio de este libro, bajo el título “Ciencia y política: un interrogante”, instala la autocrítica con que el intelectual debe abordar el tema: “Si rechazamos la distinción élite/pueblo que nuestras obras admiten sin problemas como base de sus investigaciones, no podemos ignorar que un acto escrito (el nuestro, por ejemplo), una mirada, no podría suprimir la historia de una represión ni pretender seriamente fundar un tipo nuevo de relación: es el último ardid de un saber el reservarse la profecía política. Por otra parte, ¿se puede pensar en una nueva organización en el seno de una cultura que no sea solidaria con un cambio de relación de las fuerzas sociales?”.

Los textos seleccionados en esta nota invocan la articulación de una visión inteligente, en tanto ofrecen una opción más allá de la interpretación o acción. La politización cultural ocurrió hace cincuenta años en París y hoy ocurre en Buenos Aires. ¿Pero en qué términos? En los de una operación, tanto discursiva como concreta, en los hechos. 

De Certeau, hacia el final, advierte: “… la actividad cultural encuentra solamente una variante y una prolongación en la escritura. De una a otra, no hay más diferencia que la que separa la pasividad de la actividad, pero es lo que distingue dos maneras diferentes de marcar socialmente el distanciamiento (écart) operado en un dato por una práctica. Por más que esta marca sea literaria, por más que la operación interpretativa sea explicitada en el lenguaje cultivado, es necesario tener una formación particular, tiempo libre, un lugar en la intelectualidad, etc. La diferencia es sociológica. Antes que ceder al psitacismo de una división entre pasivos y activos, conviene analizar cómo la operación cultural se modula sobre registros diferentes del repertorio social, y cuáles son los métodos gracias a los cuales esta operación puede ser favorecida”.

Por Michel De Certeau

Una literatura de la de-fección 

Dos siglos de análisis lingüístico han mostrado que el lenguaje ya no manifiesta las cosas, ya no les da presencia ni torna transparente el mundo, sino que es un lugar organizado que permite operaciones. No da lo que dice: le falta el ser. También se lo puede negociar. La defección del ser tiene por corolario la operación en la cual el lenguaje provee a la vez el espacio y el objeto. Tal vez sea esta la razón de la división que caracteriza a la cultura contemporánea. En el campo de las ciencias, un lenguaje artificial y arbitrario articula las prácticas. En su región literaria, el lenguaje está destinado a narrar historias. Se convierte en novela. Antes de hacer un epílogo sobre las causas y etapas de esta situación, retengamos aquí un efecto masivo en la producción literaria: cada vez más, el lenguaje-ficción es la máscara y el instrumento de la violencia. 

El discurso político no enuncia los cálculos de los que resulta, pero los usa. Las ideologías retoman las verdades devenidas increíbles, pero siempre distribuidas por las instituciones de las cuales sacan provecho. La publicidad apela a paraísos que organiza entre bastidores una tecnocracia productivista. Los medios de comunicación masiva internacionalizan emisiones anónimas, destinadas a todos y a nadie, según la ley de un mercado de significados, que provee una rentabilidad indefinida a los encargados de ponerla en escena y que no puede más que procurar el olvido de su público. 

Hegel diagnosticaba una situación semejante en la cultura del siglo XVIII. El contenido de los discursos es entonces, decía él, “la perversión de todos los conceptos y de todas las realidades”, es decir, “el engaño universal de sí mismo y de los otros”. Hoy en día, el fenómeno es diferente: ya no hay una verdad que dirima el juego del engaño. La posibilidad de engañar se desvanece. ¿Quién engañará a quién? En efecto, y para dar un ejemplo, el espectador ya no es víctima del teatro, pero no lo dice. Su actividad está concentrada en el trabajo que significa la adquisición del aparato de televisión; delante de las imágenes que multiplican el objeto-prestigio, puede ser pasivo y no pensar más. Se abstiene. Los organizadores del “teatro”, entonces, no se preocupan por las cosas que toman el lugar de los significantes, engendradores de necesidades. Pero, además, están ausentes de sus productos; obedecen a las leyes del mercado. Destinadores y destinatarios carecen igualmente de este lenguaje que desarrolla entre ellos su lógica propia. Un espacio neutro ocupa el lugar donde antes las posiciones se entrecruzaban y se confundían. A una literatura de la perversión la sucede una literatura de la defección. 

El lenguaje-mercancía no dice a qué se refiere ni qué lo determina. Es su efecto. Es el producto de un sistema violento que, compenetrado bajo su forma cultural, desarticula la palabra y el lenguaje, constriñendo a la una a callarse y obligando al otro a proliferar indefinidamente. 

¿Qué salida se puede encontrar en la cultura misma? ¿“La fuga en el silencio” (MacPherson)? Un retorno a la rareza es, por otra parte, el resultado de grupos en los que una práctica del encuentro retoma las palabras en su comienzo e inicia con precaución una terapéutica de la afasia engendrada por la superproducción de significantes. Por su lado, la operación literaria deconstruye la sintaxis y el vocabulario a fin de hacerles confesar lo que reprimen. Procura también un uso onírico de los vocablos, cultiva los lapsus y los intersticios y todo lo que, manifestando “las impotencias de la palabra” (Artaud), atraviesa y corta los sistemas lingüísticos. Sin embargo, estas violencias operadas sobre el lenguaje designan su funcionamiento, pero no lo cambian. Estas violencias participan de lo que denuncian. Y, partiendo de la insignificancia, permanecen impotentes.

 

Un poder sin autoridad: 

la tiranía burocrática

Esta literatura de la defección, en efecto, no es otra cosa que el corolario de un poder sin autoridad. Por cierto, la tradición política reconoce desde hace mucho tiempo que “todo Estado se funda sobre la fuerza”, y supone una dominación, pero afirma que no se establece más que en la forma de un poder legítimo. Como lo muestra Passerin d’Entrèves, es una fuerza “institucionalizada” o “cualificada”. Esta legitimidad no le viene de los procedimientos que la regularizan o que ordena, sino de la autoridad que se le reconoce y que combina un renunciamiento de los individuos (la Versagung freudiana) con las capacidades que les ofrece una organización del grupo. Lo que el poder legítimo prohíbe se apoya sobre lo que permite (o hace posible) hacer o pensar. 

De hecho, hasta aquí, el poder compensaba lo que prohibía hacer con lo que permitía creer. Podía apostar por la credibilidad de un dios o de una categoría social, es decir, de un otro, para equilibrar la resistencia de los individuos o de los grupos ante las prohibiciones lanzadas contra ellos. Jugaba con esta autoridad ligada a una delimitación visible del otro para obtener el renunciamiento y el reconocimiento en las regiones, todavía localizadas, de la vida pública. Pero, constituyéndose en Estado pedagogo, no ha dejado de extender el dominio público ni de ocultar su relación con el poder particular. En principio, el Estado-escuela se impone a todos y no excluye a nadie. Suprime su propio límite. Destruye lo que funda a la vez una autoridad, un control y una lucha: la relación con el otro. Su lenguaje objetivo se da como una ley sin fronteras: la del mercado, la de la historia. Colorido mural, los amos ocultan su violencia en un sistema universal y obligatorio. El grupo particular de los productores borra su marca en la lógica expansionista de sus productos. Si es verdad que todo orden mantiene una relación necesaria con la violencia de un otro irreductible (significado en un crimen mítico, en un conflicto reconocido, en una categoría social), se tiene aquí el crimen perfecto, el que no deja en el lenguaje traza alguna más que su anonimato. 

Así es como se desarrolla un poder sin autoridad, porque se niega a decirse, sin nombre propio, sin nadie que lo autorice explícitamente o que le haga rendir cuentas. Es el “reino de lo anónimo”, una “tiranía sin tiranos”: el régimen burocrático. Este sistema de alienación universal reemplaza a los responsables por los beneficiarios y a los sujetos por los explotados. Opaco en sí mismo, saca ventaja sin cesar de su indistinción, y pierde cada vez más su credibilidad. 

Sobrevivir es, entonces, huir o quebrar el anonimato del cual el lenguaje no es más que un síntoma: es restaurar la lucha sobre la cual se instala un orden. “A medida que la vida pública tiende a burocratizarse, aumenta la tentación del recurso a la violencia”. Más ampliamente, a falta de ser “permitida” por el reconocimiento de fuerzas irreductibles entre sí, la capacidad de actuar refluye hacia la desobediencia civil. Y esta reintroduce la violencia del otro. 

Sin duda, este régimen totalitario ha recibido su modelo de la ciencia. Al discurso que organiza las prácticas le es imprescindible poder ser sostenido “por cualquiera” y no ser de nadie en particular.

 En realidad, la neutralidad del discurso científico, combinada con el ocultamiento de su funcionamiento, con la supresión de los organismos de decisión, con la obliteración de los lazos sociales donde se construye, hace de él el discurso del servilismo inconsciente. Está hoy al servicio del desarrollo militar que moviliza lo esencial de la búsqueda fundamental, fijando los objetivos y reconociendo su aceleración. Un poder violento es introducido subrepticiamente en el lugar, que ha quedado vacío, del “cualquiera”. Pero si el poder de un amo oculta este expansionismo de la ciencia operatoria, está determinado por su lógica; le otorga un papel belicoso, pero sin poder controlar el principio interno de su progreso.

Política y cultura: 

una politización necesaria

En relación con estos poderes ocultos en el cuerpo de la sociedad, la palabra no es, a menudo, más que un fenómeno epidérmico. Al igual que en el teatro político, las declaraciones no corresponden en absoluto a lo que se hace, el abanico de manifestaciones realizadas cada día en público parece mostrar que la energía de las palabras aumenta allí donde disminuye su poder. Además, por muy necesaria que sea, la reintroducción de los problemas políticos en la expresión literaria instaura el signo de una urgencia; pero de por sí, incluso si el escándalo y la censura le conceden algún éxito, permanece impotente. 

Cada uno de los movimientos que ha intentado responder por medio de una “concientización” colectiva de situaciones semejantes, como el de Paulo Freire en Brasil, ha tropezado con el mismo problema. 

A partir del momento en que, por su trabajo, una acción comienza a modificar el equilibrio de fuerzas, es interrumpida por la represión que organizan los poderes establecidos. Al contrario de las esperanzas “populistas” de los organismos estrictamente culturales, la acción debe remitirse a enfrentamientos políticos inevitables. 

A partir de un nivel que por mucho tiempo puede ser ignorado o cuidadosamente evitado, la promoción cultural manifiesta su relación necesaria con las opiniones de una sociedad sobre sí misma y con las fuerzas desiguales de las que cada clase dispone para hacer prevalecer su elección. 

En las sociedades llamadas desarrolladas, el problema se trata no bien aparece. Se lo previene. Cada reacción cultural susceptible de provocar un desplazamiento de las posiciones adquiridas parece producir su antídoto. 

Así, las casas de cultura, capaces en un primer momento de convertirse en lugares de concientización urbana, han sido deportadas hacia la representación teatral, terreno en el cual se encuentran expertos, responsables (elegidos entre hombres de teatro) y un público “cultivado”.

 Las casas de la juventud, una vez construidas a cuenta de una política, se convirtieron en el medio para mantener encerrada a una población joven juzgada peligrosa. En Bélgica, las instituciones de formación permanente, destinadas en principio a los trabajadores, son de hecho utilizadas, sobre todo, por los docentes y la clientela habitual de los organismos universitarios, de suerte que su reclutamiento repite las estructuras tradicionales... Los ejemplos son innumerables. Es el sistema el que se releva aquí. 

Esto conduce al problema planteado a propósito de la “política cultural”. La expresión disfraza la coherencia que liga una cultura despolitizada a una política desculturalizada. La primera es utilizada, y para otros fines distintos a los que proclama. La política realmente practicada se sustrae a la lengua (parlamentaria, ideológica, cultural), tiene por discurso oficial la repetición de las generalidades sobre el bienestar nacional y sobre la sociedad nueva, pero sus verdaderos principios son inabordables, están ocultos en la lógica anónima de un funcionamiento productivista y tecnocrático.

Esta división entre lo explícito (un lenguaje impotente) y lo implícito (los poderes convertidos en invisibles) abre finalmente cuestiones más políticas que culturales. 

¿La apropiación de la cultura operatoria será siempre decidida según las reglas establecidas por los grupos propietarios del poder? ¿Qué cambio estructural de la sociedad permitirá una cultura que no sea divisada en activo y en pasivo según las pertenencias sociales, ni sea extraña tanto a la formación profesional como a los sistemas productivos? 

¿Los grupos que salen de la pasividad cultural llegarán alguna vez a crear fuerzas políticas?, ¿podrán modificar la geografía de las formaciones existentes? 

¿O, más allá de cierto nivel de crecimiento, deberán enfrentar peligros porque son indeseables para el sistema presente? 

¿Cómo evitar que la creatividad necesaria para una sociedad se reduzca a la forma del “ocio” –diseñado por poderes que lo determinan– o a marginalismos excluidos de la organización activa del país? 

En suma, no existe una “política cultural” sin que las situaciones socioculturales puedan articularse en términos de fuerzas presentes y oposiciones reconocidas.

Se trata de saber si los miembros de una sociedad –hoy ahogados en el anonimato de un discurso que no es el suyo y sometidos a monopolios que escapan a su control– encontrarán, con el poder de situarse en alguna parte de un juego de fuerzas reconocidas, la capacidad de expresarse.